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21.1.11

Esencia y misión del maestro (J. Cortázar)


Fragmento de “Esencia y misión del maestro” – por Julio Cortázar, 1939 (en Papeles Inesperados, Alfaguara, 2009)
Escribo para quienes van a ser maestros en un futuro que ya casi es presente. Para quienes van a encontrarse repentinamente aislados de una vida que no tenía otros problemas que los inherentes a la condición de estudiante; y que, por lo tanto, era esencialmente distinta de la vida propia del hombre maduro. Se me ocurre que resulta necesario, en la Argentina, enfrentar al maestro con algunos aspectos de la realidad que sus cuatro años de Escuela Normal no siempre le han permitido conocer, por razones que acaso se desprendan de lo que sigue. Y que la lectura de estas líneas –que no tiene la menor intención de consejo- podrá tal vez mostrarles uno o varios ángulos insospechados de su misión a cumplir y de su conducta a mantener.
Ser maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar su ser en el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización. Doble tarea, pues: la de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que existen, embrionarios, en toda conciencia naciente. El maestro tiende hasta la inteligencia, hacia el espíritu y finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser humano. Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir asimismo el hondo viaje hacia el interior de ese espíritu y regresar de él trayendo, para maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro combate; porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser. Enseñar el bien, supone la previa noción del mal, permitir que el niño intuya la belleza no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello. Es entonces que la capacidad del que enseña –yo diría mejor: del que construye descubriendo- se pone a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros fracasa. Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza primaria se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo que se suele denominar «un maestro correcto». Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen estas líneas hayan encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro que sentía su misión; que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los maestros en la Argentina.
Lo pasado es pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores. Y la pregunta surge, entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de maestros? De la respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva generación, puede depender el destino de las infancias futuras, que es como decir el destino del ser humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al progreso.
¿Puede contestarse la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo poseo mi respuesta, relativa y acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo encuentro que el fracaso de tantos maestros argentinos obedece a la carencia de una verdadera cultura, de una cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por sobre lo animal. El vocablo «cultura» ha sufrido como tantos otros, un largo malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el que había leído mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser culto era –y es, para muchos- llevar en suma un prolijo archivo y recordar muchos nombres…
Pero la cultura es eso y mucho más. El hombre –tendencias filosóficas actuales, novísimas, lo afirman a través del genio de Martín Heidegger- no es solamente un intelecto. El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de sus posibilidades surge la perfección. Por eso, ser culto significa atender al mismo tiempo a todos los valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño. Y aún no he logrado precisar qué debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá se comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura: la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio y de una amplia visión de la realidad.
Así tiene que ser el maestro.
(...)