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26.4.11

columna: La misión de la Corte Suprema (Roberto Gargarella)

Columna publicada hoy por el constitucionalista argentino Roberto Gargarella en el periódico La Nación, sobre el rol de la(s) Cortes Suprema(s):

"En momentos ...en que el Gobierno (este gobierno, como podría serlo cualquier otro) muestra su musculatura, triunfalista, y se ríe de la Justicia y las órdenes judiciales, los tribunales -y la Corte en particular- tienen una responsabilidad muy especial frente a toda la sociedad. Ellos representan, en estos casos, una última y fundamental barrera contra la arbitrariedad del poder, de todo poder."

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La misión de la Corte Suprema
Roberto Gargarella
Para LA NACION
Martes 26 de abril de 2011 | Publicado en edición impresa
En uno de los libros más influyentes en la historia del constitucionalismo, El Federalista, se defiende una idea muy importante acerca del diseño constitucional. Se dice allí que al momento de crear instituciones no podemos presumir que las personas que vayan a ocupar los cargos que creamos se comporten como "ángeles" una vez que lleguen a sus puestos. Más bien lo contrario: tenemos que diseñar instituciones presumiendo que quienes ocuparán esas plazas serán funcionarios preparados para actuar como demonios. Si las personas fueran ángeles -se dice en el libro-, las instituciones serían simplemente innecesarias. Por eso, porque no es previsible que las personas sean ángeles, es que necesitamos instituciones capaces de reaccionar frente a los inevitables excesos del poder. De allí que se crearan, en toda América, Constituciones firmes en el establecimiento de límites y controles al poder.
En nuestro país, y con el paso de los años, los gobiernos han ido reforzando su carácter concentrado: se han caracterizado por los excesos y abusos, que comienzan apenas se hacen cargo de las palancas del poder. El gobierno kirchnerista no es la excepción, sino más bien un caso extremo dentro de esta regla: sus desafíos al derecho son permanentes. Por supuesto, muchas veces, acuciada por problemas más urgentes, la ciudadanía no pone "el grito en el cielo" en nombre del derecho. Se entiende: el derecho suena aburrido y pesado, y parece capturado por inalcanzables e incomprensibles especialistas.
Es claro, además, que para muchos oficialistas, los reclamos hechos en nombre del derecho son ridículos, casi graciosos; ocuparse del derecho es, para ellos, un modo de perder el tiempo en "detalles", de aceptar que se les "embarre la cancha" con "legalismos" sin importancia.
Para todos ellos, es bueno recordar cuáles son las razones que pueden moverlo a uno a reivindicar al derecho: el no respeto del aburridísimo "debido proceso" explica en nuestro país, por ejemplo, la extendida práctica (claramente en vigor en estos últimos ocho años) de "criminalización de la pobreza" (hecho que se advierte, por caso, en nuestras cárceles llenas de pobres). El desdén por los "inverosímiles" derechos de las "futuras generaciones" va de la mano del aliento que el Gobierno le ha dado a la megaminería contaminante. La burla frente a la exigencia constitucional de una "organización sindical libre y democrática" es consistente con los pactos que el Gobierno establece con sectores del sindicalismo acusados por crímenes gravísimos. En definitiva, el derecho puede ser complicado y denso, aburridísimo, pero mejor que nos lo tomemos en serio, porque nuestra falta de interés frente a las violaciones del derecho tienen consecuencias trágicas para todos los asuntos públicos que nos interesan.
En esta tarea de tomarse en serio al derecho, el papel que puede jugar la Justicia, y la Corte Suprema en particular, es decisivo. Como se decía en El Federalista , cada rama del poder está dotada de "armas defensivas", por utilizar frente a los "ataques" o "abusos" de las demás ramas del poder. Y la Corte, por tanto, tiene la obligación de utilizar las herramientas de control que maneja. Por supuesto, alguien podría alegar, frente al reclamo anterior, que la Corte argentina ha "disparado" contra los abusos del poder en muchos casos importantes. En efecto, nuestra Corte les ordenó a las autoridades públicas el saneamiento inmediato del Riachuelo; exigió, contra la voluntad del Gobierno, los pagos debidos y atrasados a los jubilados; demandó a las autoridades pertinentes la restitución del procurador de Santa Cruz; le ordenó al poder nacional y provincial el fin de una política de sistemáticos e inaceptables abusos en la distribución de las pautas publicitarias. Es decir, en buena medida, la Corte cumplió con su tarea, diciendo en cada uno de los casos citados aquello que le correspondía decir para frenar los abusos respectivos.
Sin embargo, lo dicho es sólo parcialmente cierto. La Corte pudo tomar la decisión correcta, en cada caso, pero eso es tan verdadero como que cada uno de los problemas citados lo sigue siendo: el Riachuelo sigue contaminado de modo escandaloso; los jubilados -que sufren colectivamente un mismo problema- deben peregrinar a la Justicia de uno en uno y durante años para ser escuchados; el procurador de Santa Cruz no ha sido repuesto en su cargo; las pautas publicitarias siguen siendo distribuidas a partir de criterios no públicos, vergonzosos.
El hecho es que los tribunales activistas de todo el mundo -los que se han tomado en serio la tarea de hacer efectivas sus decisiones (incluidos los de Colombia, Costa Rica o la India)- han mostrado que cuentan con la legitimidad, capacidad, poder, recursos y medios materiales como para hacer efectivas sus decisiones procedimentales más básicas, si es que realmente quieren hacerlo.
En momentos como éste, en que el Gobierno (este gobierno, como podría serlo cualquier otro) muestra su musculatura, triunfalista, y se ríe de la Justicia y las órdenes judiciales, los tribunales -y la Corte en particular- tienen una responsabilidad muy especial frente a toda la sociedad. Ellos representan, en estos casos, una última y fundamental barrera contra la arbitrariedad del poder, de todo poder. Dada esta misión, la Corte no cumple con su tarea de modo apropiado si se contenta, meramente, con la proclama de decisiones formalmente correctas que, al final, nadie ve aplicadas.
© La Nacion
El autor es doctor en Derecho y profesor universario