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10.4.11

La igualdad (entrevista a Marcelo Alegre)

Transcribimos la entrevista hecha por el periódico argentino Clarín, al constitucionalista argentino Marcelo Alegre

Marcelo es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y de Palermo y ha sido profesor visitante en las Universidades Pompeu Fabra, de Chile y Puerto Rico. Fue asesor del Consejo para la Consolidación de la Democracia, consultor de la UNESCO, la Oficina Anticorrupción y becario, junto a Carlos Nino, del Centro de Estudios Institucionales. Además, Marcelo es uno de los fundadores de Igualitaria, Centro de Estudios sobre Democracia y Constitucionalismo y participante activo del SELA (Seminario Latinoamericano de Teoría Política y Constitucional.

Aquí su blog. Sigue la entrevista.

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“Hay que abandonar la idea de que una sociedad igualitaria es chata y gris”

La democracia le da forma a una idea igualitaria de concebir la sociedad en la que toda persona tiene derechos y sabe que cuenta con ellos. Las privaciones aparecen, entonces, como formas de humillación que echan raíces en las instituciones. Marcelo Alegre, discípulo de Carlos Nino -jurista clave en nuestra transición de la dictadura a la democracia-, estudia las esferas de la igualdad advirtiendo la potencia de la política democrática para construir situaciones que reviertan la brecha creciente de recursos y oportunidades en nuestra sociedad, realizando el ideal igualitario.

¿La igualdad es una noción vacía? ¿Qué significa, como desafío, para nuestra sociedad?
La igualdad parte del reconocimiento de que, desde un punto de vista imparcial, todos los seres humanos son igualmente valiosos. Como el Estado debe ocupar ese rol imparcial, no puede privilegiar el éxito de ciertas personas o grupos por encima del de otros. En el pensamiento político contemporáneo esta idea más abstracta se complementa con otras dos. Primero, que las desventajas que no se deben a decisiones voluntarias deben ser compensadas o atenuadas. Segundo, que una sociedad igualitaria debe evitar las relaciones opresivas, explotadoras o humillantes. Lejos de ser una noción hueca, la igualdad requiere políticas transformadoras para remover desventajas involuntarias, igualar oportunidades y eliminar trabas discriminatorias como el racismo, el sexismo, o las castas socioeconómicas.

¿Por ejemplo? La igualdad de oportunidades requiere que nadie quede desaventajado en salud o educación por tener menos ingresos, y respaldaría la reintroducción del impuesto a la herencia que derogaron Videla y Martínez de Hoz. La igualdad de género condena el efecto explosivo para las mujeres de las inequidades en las familias y en el trabajo, y justificaría llevar el cupo femenino a los partidos, los sindicatos y las empresas.
En política, todos parecen estar por la igualdad. ¿Pero no habría que diferenciar la posición que no cuestiona los aspectos materiales de la que busca la igualdad en el plano socioeconómico? Para entender los debates sobre la igualdad sirve preguntar cuáles desigualdades son aceptables y cuáles no. Todos repudiamos las desigualdades políticas y civiles, ejemplificadas en prácticas como la esclavitud, las formas más groseras de discriminación racial, religiosa, étnica. Pero hay un segundo tipo de desigualdad que invoca menos resistencias, pero que es profundamente injusta. Es la desigualdad socioeconómica, marcada por la estructura social en la que nos toca nacer, o desigualdad de clase. Son las desventajas que padece una niña o un niño solamente por el hecho ajeno a su voluntad de haber nacido en un hogar empobrecido. Ella o él son absolutamente inocentes pero están condicionados a crecer con menor seguridad, educación, o salud que el resto. Un Estado que respeta a todas las personas por igual debe atacar esa desigualdad estructural. El ideal igualitario es el de una sociedad de clase media, que comparte la calle, el transporte, la escuela y el hospital. Es inconsistente confinar el ideal de la igualdad a una protección contra la discriminación religiosa o sexual y ser indiferentes a las desigualdades de clase.

¿Atacar la pobreza siempre implica resolver la desigualdad?
No. Existen experiencias, como en Chile, de políticas exitosas en la disminución de la pobreza y la indigencia, al mismo tiempo que acrecientan la desigualdad. Muchas familias pobres entran a la clase media y unos pocos ricos se hacen super millonarios. Pero en el largo plazo, la desigualdad influye negativamente en el patrón de desarrollo, en la seguridad pública, en la calidad de la política, etc. Por encima de todo, una sociedad que genera desigualdad institucionaliza la injusticia.

¿Una posición igualitarista debe respetar que el más ambicioso, el que más arriesga, trabaja y tiene más talento, pueda acumular más? ¿Estaría en contra de la competencia y la acumulación de capital?
Un esquema de salarios iguales para todos enfrenta un problema enorme. Si todos ganáramos lo mismo por hora de trabajo, todos preferiríamos los trabajos más agradables. El Estado debería forzar a la gente a tomar ciertos trabajos. Como esto es inaceptable por respeto a la libertad, un esquema igualitario debe dejar en pie ciertos incentivos, en la forma de retribuciones diferenciales. Pero las desigualdades que favorecen a los más productivos o los más esforzados son sólo tolerables en tanto beneficien a los peor situados (este es el Principio de Diferencia de John Rawls) y en la medida que no se desmadren. Hay una razón de peso para mitigar las desigualdades, aun las vinculadas a factores en teoría legítimos como el esfuerzo o la ambición personal: ellas se trasladan a las familias, y de esa manera, a los niños y niñas. La desigualdad en la niñez es injustificable.

¿Cómo buscar la excelencia?
Hay que abandonar la idea de que una sociedad igualitaria sería una sociedad gris, uniforme y chata. La excelencia en las ciencias y en la cultura (de Houssay a Gardel, de Borges a Milstein) floreció en épocas de mucha mayor igualdad que hoy. Si el efecto inmediato de una mayor igualdad es desterrar la pobreza, el impacto en la excelencia sólo podría ser positivo a través de la incorporación a la ciencia o el arte de millones de talentos hoy desperdiciados.

Contra la igualdad se ha dicho que nivela para abajo, que entra en conflicto con la libertad y que es una racionalización de la envidia. ¿Son razonables estas objeciones?
No. La igualdad no destruye la riqueza sino que exige que se distribuya con justicia. Ni es enemiga de la libertad. Por el contrario, procura que todos disfrutemos de una libertad real y que tengamos recursos iguales para enfrentar las contingencias que amenazan a la libertad y al bienestar. La igualdad no es una manifestación de la envidia. Envidiar es desear que al otro le vaya mal sin que necesariamente eso mejore nuestra situación. La igualdad es otra cosa, exige que todos tengan la oportunidad de prosperar.

¿La igualdad radical sería la pesadilla narrada en un cuento de Kurt Vonnegut, en el que bailarinas bellas y ágiles deben usar máscaras y pesas, neutralizando su encanto?
Esta idea pesadillesca de la igualdad es la que supone que igualar es nivelar para abajo. La igualdad asume que la libertad de todos es igualmente valiosa y procura dotar de recursos a los más castigados por la estructura social y económica, no dañar al resto.
¿Cómo concebir la igualdad: como un bien en sí o un instrumento? Antes que instrumento de la política es su fundamento, su “virtud soberana”, en palabras de Ronald Dworkin. Nadie se atreve a negar que el Estado debe igual respeto hacia todas las personas de quienes reclama obediencia. Pero los partidos discrepan en sus concepciones de la igualdad: qué medidas concretas demanda ese principio. La igualdad es el escenario compartido y el motivo central de las diferencias políticas.

Entre las esferas de la igualdad se halla la educativa. Preservar el relegamiento de los chicos nacidos en hogares pobres a través de una educación de baja calidad es una práctica institucional humillante, ¿no lo cree? Sin dudas. Los chicos de familias empobrecidas no tienen derecho solamente a una educación de igual calidad que el resto. En realidad el Estado debería invertir más en los sectores desaventajados, para contrapesar las desigualdades de cuna. El Estado federal, responsable del acceso al derecho a la educación, debería “salir a la cancha” como lo hizo con Sarmiento, creando miles de jardines de educación inicial para educar desde los 45 días de vida hasta los cuatro años, un período crucial para el desarrollo humano (eso además daría un fuerte apoyo a las madres). También es un porcentaje muy bajo el de jóvenes que llega a la Universidad, y con un sesgo social muy marcado. La baja probabilidad de que un chico pobre logre ser un universitario es una medida dolorosa de la profundidad de nuestra desigualdad.

Además, nuestro sistema impositivo transfiere recursos de los pobres a los mejor situados.
Un fenómeno bien estudiado en la región es el de la doble regresividad de nuestros Estados: los pobres pagan más impuestos que los ricos y además reciben del Estado menos que los ricos. ¡Sería sorprendente que esto no condujera a niveles de desigualdad crecientes! Ahora bien, muchos economistas “progresistas” son permisivos con la regresividad impositiva, bajo la necesidad de no desfinanciar a los Estados. Pero la regresividad es una forma grave de explotación. Si a los que menos tienen y más necesitan encima se les hace contribuir más que a los sectores aventajados, la única explicación es que se está aprovechando su debilidad política.

¿La pobreza es un problema que deben atender los economistas? ¿No es una violación de los derechos humanos?
Hace muchos años que la pobreza es evitable. Durante el 99% de la historia de la humanidad la pobreza era fruto de la injusticia pero también de la escasez, ya que no había recursos suficientes para todos. Estamos acostumbrados a pensar la pobreza desde aquella realidad. Pero hoy hay suficiente para todos, por lo que la pobreza sólo puede explicarse como un caso de desigualdad extrema. En la medida en que la pobreza es el resultado de instituciones injustas, y que ataca la dignidad, es una violación de derechos humanos. En términos jurídicos la pobreza priva a las personas del acceso a la educación, a la salud, a la seguridad, y las hace vulnerables a tratos discriminatorios, al racismo, la xenofobia y la explotación laboral, situaciones todas que constituyen también violaciones de derechos básicos.

Copyright Clarín, 2011.