Luce López-Baralt
26 de marzo de 2010
Voy a contarles una historia de amor. Una historia íntima y jubilosa, ya que es la historia de un amor correspondido. Mi historia personal con la Universidad de Puerto Rico.
La ví por vez primera muy niña, cuando mis padres nos llevaban a mi hermana Merce y a mí a merendar sobre la hierba del campus, como hacían tantas familias entonces. Mis padres amaban mucho su Universidad. Y con razón: mi madre, cuando era estudiante de leyes, vio a mi padre, un profesor de Derecho alto, rubio y misterioso, por vez primera en el Edificio Janer, justo frente al Programa de Honor que hoy me presta sus seminarios para enseñar. Mi madre habría de trabar conocimiento con él poco después, nada menos que en el contexto de su examen de reválida, que mi padre le administró en el Tribunal Supremo. El sobresaliente que mi madre obtuvo culminó en boda y produjo las futuras universitarias apasionadas que seríamos, al cabo de los años, Mercedes y Luce López-Baralt. Puedo decir pues que esta Universidad riopedrense me engendró: nací, literalmente, de ella.
Mi primer destino académico lo constituyeron precisamente sus claustros, que me abrieron las puertas de la sabiduría desde muy temprano. Fue tal la alegría de estos primeros encuentros con el saber que solía caminar por los pasillos bordeados de columnas acariciando un sueño: enseñar algún día en este recinto y, por más, casarme con un profesor de este recinto. Ya atisbaba mi destino desde antes de ver al que habría de ser el compañero de mi vida en la clase que el poeta Jorge Guillén enseñaba en el Edificio Pedreira. Nací pues del encuentro furtivo de mis padres en una esquina de la Torre—Edificio Janer--y precisamente en la otra esquina—Edificio Pedreira—encontré mi felicidad personal para siempre. Al final de mi vida, sé que será en la rotonda de la Torre—espacio central y equidistante entre esas dos esquinas—desde donde, como claustral, se me dirá el último adiós. Ese pasillo universitario bordeado de columnas es pues la mandala simbólica de mi vida, la médula de mi amor.
Con los años se cumplió mi antiguo sueño: logré ser catedrática de Estudios Hispánicos y casarme con quien hoy es profesor emérito de este recinto, Arturo Echavarría. Por más alegría, también terminé siendo colega de mi hermana Mercedes y de muchos otros hermanos que una vez fueron mis alumnos. Les narro una historia de amor bifurcada gozosamente en muchos amores.
Vuelvo a los años en los que aún soñaba. En este mismo escenario del Teatro desde donde les hablo recibí mi diploma de bachillerato de manos de aquel gran universitario que fue Jaime Benítez. Aun siento su abrazo regocijado cuando celebró mis cuatro puntos y mis 6 medallas (una de ellas la llevo aun al cuello). Desde entonces aprendí a darle a mi Universidad el máximo de mis esfuerzos, y ví cómo la institución daba por recibido mi celo académico y me lo reciprocaba con creces.
Debo a aquellos años maravillosos de bachillerato mi centro de gravedad puertorriqueño: maestros como Pablo García Díaz, Margot Arce, Isabel Gutiérrez del Arroyo, Segundo Cardona y Manrique Cabrera me descubrieron a qué universo cultural pertenecía. Mamé la leche de mi puertorriqueñidad en mi alma mater, que quiere decir, literalmente, la madre que alimenta. Pero también aquí obtuve la gran lección de la apertura internacional. Mi Universidad fue la que consoló el exilio de Juan Ramón Jiménez, que nos legó su premio Nobel; la que acogió a Pedro Salinas e hizo nacer su Contemplado; la que dio a Pablo Casals el escenario pionero para su Festival, la que tuvo como profesor a un jovencísimo Vargas Llosa, la que doctoró a Borges y ahora, para nuestra inmensa alegría, a Carlos Fuentes. El maestro Fuentes acaba de celebrar con nosotros la lengua española que tenemos en común, aquella que hace del Atlántico un íntimo mare nostrum, y que suena a trino de pájaros en una orilla y a rumor de botas en la otra.
La Universidad me preparó también para abrir las alas al vuelo, amparándome con becas que me habrían de llevar a España, a Nueva York y a Harvard, y de ahí Roma, a Beirut, a Bagdad y a Persia, ya al nivel post-doctoral. Mi futuro de estudiosa comenzaba a perfilarse, y el amor que puse en mi vocación fue tal que bromas veras (más veras que bromas) hice votos solemnes de oblata studiorum—de oblación al estudio—con un sacerdote dominico. He llevado mi voto con la alegría con la que se lleva una vocación auténtica. Los claustros de columnas de mi Universidad siempre han sido para mí gozosamente monacales.
Cuando me doctoraba en Harvard, mi profesor Raimundo Lida me dio una inesperada lección de puertorriqueñidad: me instó a que me esforzara de tal manera que pudiera competir de igual a igual con los expertos en mi campo a nivel internacional. “Y hazlo por Puerto Rico ”, añadió con énfasis. Desde entonces reitero la lección a los cientos de alumnos que van pasando por mis manos.
Esta Universidad—por eso la amo tanto—me ha permitido crecer como académica incluso en un campo que no se asociaría fácilmente con una institución caribeña: la literatura renacentista, la mística islámica, las letras aljamiadas de los moriscos españoles. Por más, mi Universidad me ha permitido representarla a nivel internacional, desde Buenos Aires a Pakistán (con todo y velo) y de Oxford a Nueva Delhi , algo que en un país sin embajada reviste una importancia especial. Una de mis grandes alegrías ha sido estampar el nombre amado—Universidad de Puerto Rico—en cada uno de mis escritos. No se imaginan lo hermoso que se ve ese nombre transliterado al persa, al árabe y al urdú, o bien traducido al alemán o al holandés. Todo lo podemos hacer desde estos claustros si tenemos la voluntad férrea de que lo podemos hacer. Hablo por experiencia.
Y aquí va mi última confesión de amor. Servir al estudiantado de mi Universidad ha constituido un regocijo perpetuo: sé bien lo que valen nuestros estudiantes, pues he enseñado en demasiados instituciones para poder comparar. Se impone dirigir su entusiasmo con grandes dosis de rigor, pero nunca me han defraudado. Como creo en ellos, todo lo obtengo de ellos. Les pido me den siempre el 100% de sus neuronas cerebrales, porque el estado de gracia—ya lo dijo Teilhard de Chardin—es explorar a fondo todos los talentos y los dones heredados. Insto a mis alumnos a escribir sus monografías con la certeza de que habrán de ser publicadas en las mejores revistas—Hispanic Review, Bulletin Hispanique—y que lo deben hacer por Puerto Rico . Un optimista siempre recibe más de lo que espera, y mis estudiantes no sólo han publicado en estas revistas eruditas, sino que han publicado libros admirables bajo sellos editoriales muy exigentes. Añado con alegría que aquella cátedra de Yale que yo dejé un día por el amor de esta Universidad la ocupa hoy uno de mis alumnos puertorriqueños, Aníbal González. Mi destino era, no cabe duda, regresar a formar a los míos.
Puedo compendiar la hondura de la felicidad que me han dado mis estudiantes con una sola anécdota: una vez, comentando a Quevedo en clase, se suscitó el tema de lo que nos espera tras la muerte. En aquel momento de intercambio académico apasionado caí en cuenta—y así se lo confesé a mis alumnos--que si algún día yo hubiera de merecer el Paraíso, éste no podía ser muy distinto de aquella tarde en la que me encontraba reflexionando con ellos sobre las letras del Siglo de Oro.
Ya ven que les he contado una historia de amor.