He recibido una invitación de Claridad para contribuir con un artículo acerca del reciente terremoto y maremoto que azotó a Chile hace algo más de una semana. En la invitación se indicaba que el artículo podía ser testimonial o analítico. En mi caso, la alternativa es sólo aparente. Los habitantes de Santiago, la capital, en general estamos lejos de haber experimentado algo parecido a lo que vivieron, y siguen viviendo, los habitantes de la zona centro-sur del país. Pero esta precisión es, todavía, demasiado gruesa. Porque quizá lo más aterrador de este terremoto haya sido constatar, en los días inmediatamente siguientes, que en lo que se ha dado en llamar el “sector oriente” de Santiago –que agrupa las comunas en que viven los grupos de mayor poder adquisitivo –prácticamente no había huellas del sismo. “Es como vivir en otro mundo”, me dijo alguien que comentaba la abismante divergencia entre la propia situación inalterada y las incesantes imágenes de prensa que daban cuenta de la devastación padecida por los pobladores de Talca, Constitución, Concepción, y otros muchos asientos urbanos y rurales.
En esa oración, “es como vivir en otro mundo”, hay una sola palabra de más: la preposición “como”. Porque si Wittgenstein tenía razón, y “el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”, entonces es literalmente cierto que el mundo de muchos de los afectados por el terremoto es distinto del mundo en que se escriben estas letras.
En este abismo de lo inconmensurable, ha emergido, una vez más, un mito recalcitrante de la narrativa oficial cuando se trata de la reacción colectiva a algún “desastre natural” de proporciones: Chile es un país solidario. éste es un eslogan que se repite, una y otra vez, hasta quedar grabado por insistencia en el aparato psíquico de todo “buen chileno”, y ha vuelto a mostrar resultados. Tras una jornada televisada de 25 horas de transmisión ininterrumpida, la campaña “Chile ayuda a Chile” no sólo logró cumplir con la recaudación esperada, sino que la duplicó, alcanzándose una suma de más de 60 millones de dólares. Algo que no deja de ser una demostración de la baja carga tributaria que soportan las grandes empresas cuyos gerentes y ejecutivos pasaban por el escenario, uno tras otro, a anunciar su sustancial aporte.
Este mito del Chile intrínsecamente solidario se reactiva de un modo abiertamente funcional a la interpretación hegemónica de lo acontecido: lo que aquí ha ocurrido es una catástrofe natural. Por supuesto, esto es trivialmente correcto, siempre que las diferencias preexistentes en cuanto a infraestructura también sean perfectamente naturales. (No hay que olvidar que en Santiago el terremoto alcanzó los 8 grados en la escala de Richter.) Que ésa sea la interpretación hegemónica vuelve bastante comprensible la perplejidad que, al mismo tiempo, medios, analistas y autoridades han mostrado frente a lo que llegó a ser llamado “el terremoto social” desencadenado por la catástrofe sísmica. En los días inmediatamente posteriores, y particularmente en la ciudad de Concepción, se produjeron episodios de “saqueo” desenfrenado de muchos establecimientos comerciales, lo que en definitiva determinó que la Presidenta de la República se viera forzada a decretar un estado de excepción constitucional que todavía se mantiene en la zona, y que ha significado que, a muy pocos días de entregar el poder al entrante gobierno de derecha recientemente elegido, el último gobierno de la concertación tuviese que contemplar cómo los militares se hacen cargo de restablecer el orden público en medio de toques de queda – algo que en Chile no ocurriría desde la dictadura militar.
Lo más curioso a este respecto, sin embargo, es la facilidad con que, en eso que algunos llaman la “opinión pública”, se impuso, como algo esencialmente obvio, una tajante y categórica diferenciación de aquellos casos en que la sustracción recaía sobre “bienes de primera necesidad”, lo cual no sería justificable, pero sí comprensible, frente a aquellos otros casos, muy distintos, de “vandalismo” y “pillaje” protagonizados por inescrupulosos movidos por el lucro y el ánimo de aprovechamiento, frente a los cuales clamara un generalizado sentimiento de indignación, que llevó a muchos a declararse avergonzados de comprobar que “no éramos todo lo bueno que creíamos”. éstos son los mismos que ni siquiera llegan a advertir que el modo de comportamiento de semejantes “vándalos” y “pillos” es esencialmente fiel al modus vivendi que descansa en el modelo fanáticamente neo-liberal que constituye buena parte de eso que aquí se conoce como el “legado del gobierno militar”. Sí, ese mismo modelo que por dos décadas – tiempo necesario para generar la protección de la amnesia – fuera administrado, a veces de mala gana, pero en general con bastante disciplina y éxito, por la coalición de fuerzas democráticas que ahora se lo entrega de vuelta, bien conservado, a aquellos que, al amparo del régimen de Pinochet, lo diseñaron e implementaron. (Baste aquí apuntar que cuatro ministros integrantes del nuevo gabinete estudiaron economía, ni más ni menos, en la Universidad de Chicago.)
El Presidente electo recibe, este jueves 11 de marzo, un país que ahora más que nunca parece mostrarse dispuesto a aceptar su proyecto de “gobierno de unidad nacional”. La campaña televisiva del último fin de semana, que terminó con la Presidenta de la República y el Presidente electo arriba de un mismo escenario sosteniendo la bandera nacional, le ha servido de consagración plástica. Es una amarga ironía que el año 1978, durante el periodo de mayor brutalidad en la persecución y exterminio de los adversarios de la dictadura militar, fuese exactamente ese mismo formato el que lograra, así se nos dice, unir a una nación dividida. Tal es el rendimiento del mito de la solidaridad en Chile: produce la farsa de un vínculo histérico entre quienes quizá habiten un mismo territorio, pero no el mismo mundo.
El autor es profesor de Derecho en Santiago, Chile y recientemente estuvo como profesor visitante en la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.