06 Agosto 2010
Daño reiterado a la imagen del Supremo
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El proceso de nombramiento de un nuevo miembro del Tribunal Supremo de Puerto Rico se emprende, nuevamente, pasando por alto consideraciones éticas, de amplitud democrática y de respeto básico a las instituciones, lo que abona al clima disociador de atropello y arrogancia política en el País.
El proceso de nombramiento de un nuevo miembro del Tribunal Supremo de Puerto Rico se emprende, nuevamente, pasando por alto consideraciones éticas, de amplitud democrática y de respeto básico a las instituciones, lo que abona al clima disociador de atropello y arrogancia política en el País. El pasado miércoles, el gobernador Luis Fortuño nominó al juez del Tribunal Apelativo, Edgardo Rivera García, como juez asociado del Tribunal Supremo de Puerto Rico. Rivera García sustituiría en ese foro a Efraín Rivera Pérez, quien hizo efectiva su renuncia el pasado 31 de julio.
Lo cierto es que, de inmediato, el Senado anunció que se autoconvocaría para considerar la designación. ¿Quiere esto decir que realizará una evaluación ponderada, participativa, con el concurso de voces de amplia autoridad sobre el tema? Desgraciadamente, no.
La Comisión de Asuntos de la Judicatura celebrará vistas públicas este domingo, 8 de agosto, un solo día, como un penoso simulacro para cubrir las formas y darle una apariencia ética a lo que carece por completo de ella. Significa que, entre la designación y el día de las vistas públicas, sólo median tres días. Y entre la designación y la discusión del asunto en el hemiciclo, tan sólo cuatro, pues se pretende que ya el lunes el pleno del Senado esté considerando y, definitivamente, confirmando dicho nombramiento.
Lo precipitado e intempestivo de esas vistas públicas, las convierten en una farsa. ¿Qué tiempo tienen de profundizar en la figura del nominado, aquellas personas o instituciones -como el Colegio de Abogados, por citar un ejemplo- cuya opinión documentada merece ser atendida?
Aparte de los méritos que pueda haber acumulado el juez Rivera García a lo largo de su trayectoria en los tribunales de primera instancia, más su experiencia, mucho más breve, en el Tribunal Apelativo, al que fue nombrado hace alrededor de un año, resulta esencial que se conozcan a fondo los detalles de su pensamiento y sus aportaciones jurídicas; su formación y su temperamento. No es aceptable pensar que el hecho de haber pasado por un proceso de evaluación un año atrás -con motivo de su nombramiento al Apelativo- lo excusa de someterse a otro proceso más riguroso, como el que se supone deba enfrentar para sumarse al Tribunal Supremo.
Aunque para formar parte del Apelativo se exige una determinada formación y, por supuesto, una probada integridad, no debemos olvidar que no es lo mismo ser nombrado a esa instancia, que entrar a formar parte -prácticamente de forma vitalicia- de nuestro más alto foro. Recordemos que sus jueces tienen la última palabra en lo que respecta a la interpretación de nuestras leyes y las controversias constitucionales.
El nombramiento de los jueces anteriormente designados por el Gobernador -Mildred Pabón Charneco, Erick V. Kolthoff y Rafael Martínez Torres-, también se vio opacado por las mismas sombras de manejo excluyente y de limitada y condicionada participación de las instituciones que normalmente se consultan en estos trascendentes procesos jurídicos.
Este modo de aprobar los nombramientos por “fast track”, debilita la imagen del Tribunal Supremo y le resta seriedad a un debate que, en otras circunstancias, si se hiciera como es debido, reforzaría nuestros principios democráticos y abonaría a la solidez de nuestro sistema judicial.
Una muestra de espeto a la institución judicial la ha dado el Senado de Estados Unidos, con el riguroso escrutinio seguido con los nombramientos al Supremo federal de las juezas Sonia Sotomayor, puertorriqueña, y Elena Kagan.
Creemos que la ruta que se ha seguido aquí para considerar este cuarto nombramiento al Supremo debe ser modificada, para que se dé el tiempo y el espacio a la discusión seria en unas verdaderas vistas senatoriales.
No hacerlo así, no dar paso a lo que el rigor y la democracia exigen, sería tanto el Senado, como el Ejecutivo que lo valida, reiterarse en el uso del mollero político, en su miedo al debate y en su fobia recurrente a la transparencia.