20.6.13

La Justicia, para resguardar a los más débiles (Roberto Gargarella)

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Foto por Roberto Gargarella
Columna de Roberto Gargarella sobre el Poder judicial: La Justicia, para resguardar a los más débiles. (Página 12).

20/06/13
En estos días se discute mucho acerca del Poder Judicial como poder “contramayoritario”. Sin embargo, ¿qué quiere decir que la Justicia sea un poder contramayoritario?
¿Y es eso bueno o malo?
Ante todo, el Poder Judicial fue pensado como uno capaz de resistir las decisiones mayoritarias. Dicha posibilidad no fue vista como negativa –una amenaza capaz de poner en riesgo a la democracia constitucional- sino como una de las principales razones que justificaban su existencia. La idea era la siguiente. La democracia constitucional (que no es lo mismo que una democracia a secas) se propone asegurar dos objetivos cruciales: garantizar el respeto tanto de los derechos de las mayorías como los de las minorías. Por ello mismo se crearon dos ramas políticas del Poder (el Ejecutivo y el Legislativo) destinadas primordialmente a asegurar la representación y defensa de los intereses de las mayorías, a la vez que se diseñó una tercera rama, más alejada de la política (el Poder Judicial), con el objeto fundamental de resguardar los derechos de las minorías.
Para conseguir ambos fines, los medios a emplear no eran obvios. Buscándolos, se imaginó que la forma de elección (directa desde el pueblo, o apenas indirecta), la permanencia relativamente breve en los cargos, y la posibilidad de reelección inmediata eran herramientas que podían facilitar que las ramas políticas estuvieran más cerca de la ciudadanía general y más pendientes de satisfacer sus demandas. En cambio, la elección muy indirecta de los jueces superiores, así como la estabilidad de sus miembros en sus cargos (estabilidad de por vida) iban a “separar” a la justicia del pueblo (un objetivo por tanto deseado) y facilitar así que ellos estuvieran menos pendientes de la próxima elección y más dispuestos a proteger a las minorías.
La lógica de dicho esquema no era nada absurda. Por un lado, parece acertado favorecer que las ramas políticas estén pendientes de las elecciones. Idealmente, ello llevará a sus miembros a tomar medidas para satisfacer a la mayoría de los votantes, logrando así uno de los dos objetivos de la democracia constitucional.
Lo mismo ocurre, en principio, con el Poder Judicial y el modo (contramayoritario) con que fue organizado: dicho diseño puede ayudar a la defensa de las minorías, y así a lograr el segundo objetivo constitucional. Por ejemplo, en un momento de crisis económica y pérdida de empleo, la mayoría de la ciudadanía puede desarrollar ánimos hostiles contra los inmigrantes que “amenazan con ocupar los pocos lugares de trabajo que existen”. Puede ocurrir, entonces, que muchos representantes políticos que ambicionan ser reelectos comiencen a tomar medidas contra esos inmigrantes. Frente a una situación como la citada, parece óptimo que los jueces no dependan de la próxima elección para mantenerse en sus cargos. Ello les permitirá decidir de acuerdo a la Constitución (que está comprometida con la defensa de los derechos de cada uno) y así proteger a las minorías amenazadas, frente al riesgo de opresiones mayoritarias.
Por supuesto, este diseño institucional –interesante en muchos aspectos– entraña obvios y gravísimos riesgos.
Un riesgo es que, por esa buscada separación entre la Justicia y la ciudadanía, la Justicia comience a tomar decisiones contra las mayorías y no necesariamente a favor de las minorías desaventajadas. Peor aún, puede ocurrir que algunos jueces tiendan a favorecer con su accionar a las minorías más poderosas, y no a las más vulnerables. Este riesgo ha llevado a algunos a proponer que la Justicia se convierta, también, en un poder mayoritario. Sin embargo, de ese modo echan por la borda lo mejor que promete el diseño hoy existente: que la Justicia proteja a los críticos del gobierno de turno. Es decir, se propone un remedio que puede ser peor que la enfermedad.
Lo peor de todo es que los críticos del carácter contramayoritario de la Justicia suelen olvidarse de un riesgo paralelo al que les preocupa: que los poderes políticos pretendidamente mayoritarios comiencen a tomar medidas en su propio favor y a favor de sus amigos, y no a favor de las mayorías que dicen proteger.
La pintura completa, entonces, resulta aterradora. Puede ocurrir que algunos jueces –actuando en nombre de las minorías– se inclinen a favorecer a las minorías más poderosas, mientras que los políticos oficialistas –actuando en nombre de las mayorías– se inclinen por impulsar medidas destinadas a favorecerse a sí mismos y a los empresarios cercanos. En ese contexto, reformar la Justicia para convertirla en un poder decididamente mayoritario promete dejarnos con el peor de los mundos posibles: disidentes sin protección y el poder político más corrupto de la historia democrática contemporánea, bien protegido.


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