No estoy aquí para pensar. No debo pensar. Ante todo sentir y ver. Y cuando de ver se pasa a mirar, se encienden varias luces y todo cobra una voz. Así, he descubierto, de pronto, en un segundo fulgurante, que existe una Danza de los Árboles. No son todos los que conocen el secreto de bailar en el viento. Pero los que poseen la gracia, organizan ondas de hojas ligeras, de ramas, de retoños, en torno a su propio tronco estremecido. Y es todo un ritmo el que se crea en las frondas; ritmo ascendente e inquieto, con encrespamientos y retornos de olas, con blancas pausas, respiros, vencimientos que se alborozan y son torbellino, de repente, en una música prodigiosa de lo verde. Nada hay más hermoso que la danza prodigiosa de un maciso de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo. Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente en un supremo entendimiento de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.