21.5.15

Historias de Padres e Hijos (Guillermo Rebollo-Gil)

Ricardo Alcaraz-Diálogo Digital
(Publicado originalmente en Diálogo Digital)
Historias de Padres e Hijos-Guillermo Rebollo-Gil

Para las y los amigos

“Tuve que esperar a caer preso para que mi papá me dijera te amo”. El relato continúa años antes en la sala de la casa, con la visita de los reclutadores del equipo de baloncesto de una universidad americana. Según la historia, el papá le cuestionó a los visitantes la confianza que tenían en el talento y la dedicación de su hijo. Luego hay un salto a un escenario de guerra en el otro lado del mundo. El hijo llama a su papá para contarle que mató a un burro.

La historia no es mía. Me la hizo un joven escritor en prisión. Recientemente obtuvo el tercer lugar en un certamen literario de la Universidad de Puerto Rico. Se ganó 75 pesos. Los gastó en mantequilla de maní y Nutella en la comisaría. Su viejo le dijo que “quizás ahora te puedes ganar la vida como escritor”.

Como escritor, pasa 22 horas del día en una celda. Como él, hay 16 hombres más, vestidos de azul, que nos reciben en el salón. Son las nueve de la mañana de un viernes. Mi amigo Eddie y yo nos identificamos en el portón de entrada como escritores visitantes. Luego esperamos una hora junto a dos amigas y otro amigo, que semanalmente ofrecen un curso de español en la cárcel. Cada uno de los 16 hombres nos extendió la mano, nos miró a los ojos y nos dijo “buenos días, bienvenido”, como si cada uno hubiera pasado las 22 horas previas encerrado a solas en una celda y aun así, confiara en su capacidad de sonreír, ofrecer amor a un desconocido y recibir amor de vuelta.

Todas las historias de los presos parecerían comenzar con un padre que huyó, o que los golpeó a ellos o a su mamá, o que murió violentamente. Algunas continúan desarrollándose a lo largo de años largos en instituciones de máxima seguridad, con padres que acuden fielmente los días de visita y finalmente se atreven a decirle a sus hijos que los aman.

Mi amigo Eddie y yo los visitamos para hablarles acerca de cómo escribir estas historias. Eso hacen los escritores cuando los invitan a dar charlas en lugares varios. Yo le dije que esa era una excelente oración introductoria: “Tuve que esperar a caer preso para que mi papá me dijera te amo”. Fue, sin duda, una cosa pendejísima para decir. Pero el sonido de la cadena rosando el piso cada vez que alguno se paraba y caminaba hacia el baño con el guardia siguiéndole los pasos, no me dejaba pensar. ¿O acaso fue la bienvenida?

Los presos de máxima, con condenas de 166 años, con hijos y hermanitos afuera, que nacieron cuando ellos ya estaban adentro, son los custodios de nuestros saludos; de esa dura e hiperbólica bondad humana que persiste a fuerza de 22 horas a solas, luego de más de la mitad de una vida tras las rejas, con la esperanza de aun habiéndolo perdido todo, jamás dejar perder la oportunidad de recibir a alguien, quién quiera que sea, con amor y contarle su historia. Yo no sabría cómo escribir acerca de ese saludo. Pero siento que es preciso aprender. A escribir así. A saludar así.

Lo que no funcione como literatura en prisión no vale la pena escribirse. Esa también es una buena línea introductoria. Solo que no deben haber prisiones. Al menos no para esos 16 hombres, con condenas de cien y doscientos años —los tipos más peligrosos del país— que tuvieron que esperar a caer presos para que sus papás les dijeran te amo. Suficiente, entonces. Ya basta. Que los saquen. Acá afuera hacen falta escritores, amigos.

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