2-SEPTIEMBRE-2009
ÉRIKA FONTÁNEZ
Discrimen vestido de legalidad
En 1945, Shelley y Ethel -una pareja de afroamericanos- compraron una propiedad en una urbanización en San Luis. Sus vecinos, junto a la “Asociación de Vecinos”, los demandaron para impedir que vivieran allí. Alegaron que las normas de carácter privado de la urbanización, conocidas como “condiciones restrictivas”, no permitían vivir allí a nadie que no fuera de la raza caucásica. Es decir, mediante acuerdo privado, los vecinos decidieron que allí no podían vivir negros.
No era poco común entonces que en las escrituras de propiedad y mediante “condiciones restrictivas”, los residentes de las urbanizaciones establecieran acuerdos privados para lograr la exclusión y discriminación de afroamericanos. Así, se utilizaba la zonificación y el derecho privado para discriminar contra afroamericanos y asiáticos, en su gran mayoría. Era una vía “privada y legal” para justificar la discriminación. El caso, Shelley v. Kraemer, llegó al Tribunal Supremo de Estados Unidos y en 1948 se le dio fin a esta práctica.
Estos mecanismos no son ajenos a Puerto Rico. Hace décadas las escrituras de la urbanización Pérez Morris en San Juan tenían la misma cláusula del caso Shelley. Pero hoy día las formas de discriminación son menos directas y hay otros grupos discriminados. Ejemplos abundan. Y es que el derecho de propiedad, la zonificación y los modelos de urbanismo como el cierre de calles y el desarrollo de urbanizaciones privadas, se han utilizado y han tenido el resultado de fragmentar cada vez más los grupos y clases sociales en el país. Estos mecanismos propician la elitización de la ciudad y excluyen y discriminan directa o indirectamente por raza, clase o identidad, como la discriminación contra los grupos LGBTT.
Recientemente la prensa informó que una jueza prohibió una “fiesta gay” en una urbanización cerrada. Según el periódico, los vecinos solicitaron que se detuviera la fiesta por tratarse de una actividad que “es promovida por una organización homosexual”. Se argumentó que la fiesta no iba acorde con el “carácter residencial” de la urbanización exclusiva y contravenía sus “condiciones restrictivas”.
Si bien el argumento “residencial” tiene apariencia de neutralidad, siempre habría que preguntarse: ¿se hubiese impugnado otro tipo de fiesta? ¿Cuán distinta es esta fiesta de otras que también pondrían en duda el carácter residencial”? ¿Por qué la referencia a la “organización homosexual”? ¿No será esto parte de la tendencia de sectores conservadores o fundamentalistas, avalada por el Gobierno, de imponerle una moralidad particular al resto de la sociedad (en este caso al dueño de la casa)?
Habría que tener el ojo avizor y cuestionar si de lo que se trata es de discriminación y homofobia por la vía del derecho privado o las normas de urbanismo; si se trata de un acto de discriminación, aunque indirecto, contra las personas LGBTT. A éstos, como a Shelley y a Ethel, se les cierran cada vez más las puertas para el reclamo de sus derechos, de sus espacios, de su dignidad y se les rezaga a una condición de ciudadanos inferiores sin los derechos del resto.
Conviene preguntarnos si se está utilizando el derecho de propiedad para dar la apariencia de legalidad a conductas discriminatorias excluyentes y que atentan contra el derecho a una igual protección de las leyes. Como bien resolvió el Supremo de Estados Unidos, el Gobierno y las cortes, al refrendar normas privadas discriminatorias, violentan la protección constitucional y se apartan de un sistema que debe ser igualitario. Una tendencia en esa dirección -aunque se disfrace de urbanismo- es una discriminación impermisible que ni el Estado ni las cortes deben avalar.
Debe ponerse un alto urgente a las subcategorías de ciudadanos con menos derechos que otros. No debemos permitir que se vista de legalidad la discriminación, el atropello y la exclusión en nuestra sociedad.