17.2.10

columna: El Haití de siempre (Efrén Rivera Ramos)

17-FEBRERO-2010 | EFRÉN RIVERA RAMOS

CATEDRÁTICO DE DERECHO

El Haití de siempre

No me sorprendió la foto de decenas de miles de haitianos amasados frente al Palacio Nacional de Haití para llorar y cantarles a sus muertos. Un ramalazo de recuerdos me transportó a otros momentos en que vi aflorar la fuerza espiritual y los sentimientos que describió el enviado de este diario en el reportaje de esa manifestación. Reconocí instantáneamente al pueblo que conocí hace muchos años.


Mi primer asomo sustancial al alma del pueblo haitiano no ocurrió en Haití. Fue en tierra borincana, cuando se trajo a Puerto Rico a cientos de haitianos como detenidos del Servicio de Inmigración de los Estados Unidos a principios de la década de los ochenta del siglo pasado. Integré entonces el puñado de abogados y abogadas que asumió la defensa de los refugiados haitianos confinados en el Fuerte Allen de Juana Díaz.


Aquella jornada nos puso en contacto directo con un pueblo digno, fuerte y orgulloso que no se replegaba ante la adversidad. Aquellos hombres y mujeres de todas las edades, provenientes de las ocupaciones, oficios y circunstancias más diversas, constituían un mosaico impresionante que daba cuenta de los estragos que la represión y la pobreza habían hecho a lo largo y lo ancho de la sociedad haitiana.


A través de miles de entrevistas realizadas casi a diario durante más de un año fuimos conociendo no sólo los hechos que habían conducido a los haitianos a las costas de Florida, antes de ser enviados a los campos de detención, sino las condiciones en que se habían desenvuelto sus vidas y las de sus compatriotas. Venían de todo el país. Lugares como Petionville, Jacmel, Cap Haitien, Leogane, Gonaives, Les Cayes y otros se convirtieron en referencias comunes. Conocimos la geografía haitiana de rabo a cabo de labios de los refugiados.


Pero avistamos mucho más. Percibimos la fuerza, la sensibilidad, la inteligencia, la profundidad de sentimientos y la capacidad de resistencia de los detenidos. Aquella fuerza que les llevó a arrancar con las manos la verja de acero que les separaba de sus compañeros y compañeras de prisión es la misma que hemos visto desplegarse en los esfuerzos por rescatar de los escombros a las víctimas del terremoto de enero.


En Fort Allen admiramos la inteligencia que llevó a muchos a aprender español en pocos meses y a la mayor parte a entender las claves de los requerimientos del asilo político y otras salidas al encierro que había que escarbar entre los entresijos de un sistema jurídico extraño y francamente hostil. Esa misma inteligencia es la que se trasluce en las entrevistas que hoy hacen entre las ruinas de Puerto Príncipe los telerreporteros y periodistas extranjeros.


Nos conmovimos con la sensibilidad, la profundidad de sentimientos y la conexión espiritual que movía a los refugiados a solidarizarse con el resto del grupo al punto de rehusarse a entregar el cuerpo de un compañero muerto hasta que se dieran garantías de que llegaría a manos de sus familiares en Haití para que recibiera un entierro digno. Son las mismas actitudes y sentires que seguramente se expresaron en la masa congregada en Puerto Príncipe el viernes pasado.


Nos fortalecimos con la capacidad de resistencia de nuestros clientes.


Esa disposición tenaz de tener esperanza aun en medio de la desesperanza fue la que permitió a la mayoría soportar los rigores de la detención hasta que un juez de Miami ordenó su liberación en el verano de 1982.


Y en medio de todo ello siempre estuvo presente la dignidad; la dignidad que se reflejaba en la altivez de la mirada, el movimiento elegante de los cuerpos, el reclamo cortante de la palabra que no suplicaba, sino que exigía lo que era de ellos: su libertad. Esa dignidad y capacidad de resistencia son las que han asombrado en medio del desastre a los enviados actuales de los medios de comunicación. Y serán ellas el sustrato humano de cualquier esfuerzo de reconstrucción del Haití del siglo veintiuno.

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