Asumir en toda su extensión la vieja idea de que es mejor la
"neutralidad" en materia de valores ético-políticos frente a la
pluralidad de posibilidades, es uno de los asuntos que más urge repensar. El
trauma ante el fallo de la última propuesta ética-política que se presentó como
alternativa al avance del liberalismo capitalista parece habernos convencido de
la amenaza de todo aquello que presente algunos contornos éticos para vivir en
comunidad. Pero ¿acaso la amenaza actual más temible no es precisamente el avasallador
alcance de un individualismo voraz que sagazmente ha hecho desaparecer todo
asomo de propuesta alternativa? ¿Acaso al momento no es más de armas tomar la
normalización que hemos asumido de temer, al punto del desvarío, cualquier acción de un número mayor a 1
que presente propuestas de solidaridad? Si tememos a la puesta en la mesa de
ciertos entendidos ético-políticos para una vida en común, cometemos el error
deja dejar el terreno de la vida vacío (pero solo en apariencia vacío). No
es el exceso de lo comunal nuestro problema, es precisamente lo contrario: nuestro
problema es el imparable avance del individualismo masificado, encarnado en muchos,
sí, pero concebido en yo(s).
Hay vida en común querámoslo o no y, hoy día, la negación de ese hecho
en la idea de que solo somos individuos (con una noción particular de
individualidad) tiene la implicación de que a falta criterios para ser en lo común, el espacio lo ocupe una
única moralidad conservadora y opresiva. Lo llenan precisamente quienes se benefician
del solo aparente vacío que se hace llamar neutral para beneficio de un tipo de
individuo. Es el resultado, entre otras cosas, de la Guerra Fría, del ‘fin de
la historia’. El modelo de individuo y la libertad que terminó triunfante y se
coronó a lo largo de todo ese proceso, terminó por convencernos de que toda
neutralidad valorativa era (es?) un mejor precio a pagar que pensar en una
nueva propuesta ético-política. Es la encarnación del prejuicio triunfante
hacia cualquier concepto que se asemeje a lo político o a lo común entendido
más allá del liberalismo capitalista. Al negar la idea de una o más propuestas ético políticas por temor a equivocarnos o por
aferrarnos a la (solo aparente) libertad individual, paradójicamente sepultamos cada vez más nuestras
posibilidades de libertad. ¿Renunciamos a ella y aceptamos sin más la aparente neutralidad
triunfante?
Diría que no hay que temer a avanzar hacia unos lineamientos ético-políticos
que sustituyan en contenido las desgastadas premisas del liberalismo actual y
que nos propongan unos entendidos distintos para vivir en comunidad. La neutralidad
del Estado liberal hace rato quedó desecha. Ya quedó deconstruida y está
bastante maltrecha. ¿Qué hacemos entonces con lo que quedó expuesto? No bastaría
decir que no existe la neutralidad del Estado frente a intereses 'ocultos' para lidiar con sus nefastas implicaciones diarias. Seguir insistiendo en una falsa neutralidad que sea "indiferente" a las preferencias de los individuos tampoco parece ser suficiente. Hablar del respeto a la pluralidad como principio, por ejemplo, no es lo mismo (ni discursiva ni jurídicamente) que exigir del Estado mera "indiferencia ante las preferencias individuales". Haría falta
dibujar los contornos de unas nuevas reglas del juego y no conformarnos con un relativismo valorativo o con un hiper-escepticismo que quizás producto de ciertos emplazamientos, sirvió en un momento para poner en jaque al poder y
a la idea de verdad. Hoy día ese acercamiento en demasía tampoco es neutral y quizás su
exposición ya cumplió su función.
El cuidarse de los peligros de la certeza en demasía, de la convicción
inamovible o de la dictadura de la verdad es importante, pero no es ni puede
ser sinónimo del "todo se vale" o de abandonar el tablero del juego. Conocer
los peligros del aferrarse a una idea no es óbice para proponer contornos de
eticidad sobre cómo queremos vivir, aunque éstos se transformen y no sean
necesariamente universales. Lo que sí sabemos hoy es que dejar el tablón vacío
y renunciar a esto último, implica ver como lo llenan arbitrariamente quienes
sí tienen una narrativa monolítica que ofrecer, y la ofrecen precisamente en tiempos de incertidumbre
y desgaste. Lo llenan, y vaya que lo llenan, con los peores valores:
los de la exclusión, los del miedo, el odio, la avaricia, el egoísmo. ¿Qué
proponer frente a eso?
No hay que temer a proponer contenidos mínimos para una ética-política
común lo suficientemente plural que nos guíe en el continuo agónico de la vida
en común, una ética-política que comience por repensar, y quizás revigorizar,
lo más básico: el respeto, el amor, la solidaridad, la igualdad, la equidad, lo
común, un nuevo concepto de individuo, una nueva noción de libertad.
éft mayo 2013.