Era un inmenso campamento al aire libre.
De las galeras de los magos brotaban lechugas cantoras y ajíes luminosos, y por todas partes había gente ofreciendo sueños en canje. Había quien quería cambiar un sueño de viajes por un sueño de amores, y había quien ofrecía un sueño para reir en trueque por un sueño para llorar un llanto bien gustoso.
Un señor andaba por ahí buscando los pedacitos de su sueño, desbaratado por culpa de alguien que se lo había llevado por delante: el señor iba recogiendo los pedacitos y los pegaba y con ellos hacía un estandarte de colores.
El aguatero de los sueños llevaba agua a quienes sentían sed mientras dormían. Llevaba el agua a la espalda, en una vasija, y la brindaba en altas copas.
Sobre una torre había una mujer, de túnica blanca, peinándose la cabellera, que le llegaba a los pies. El peine desprendía sueños, con todos sus personajes: los sueños salían del pelo y se iban al aire.
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El adiós de los sueños
Los sueños se marchaban de viaje. Helena iba hasta la estación del ferrocarril. Desde el andén, les decía adiós con un pañuelo.
- de Eduardo Galeano, “El libro de los abrazos”.