Pronunciado en ocasión del compromiso Pro Bono de los estudiantes de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico, 24 de septiembre de 2010. Gracias por la invitación, y mucho éxito a todas y a todos.
Cuando me invitaron a hablarles esta noche, dije que sí rápidamente. Dije que sí porque es un hermoso proyecto. Pero confieso que hace pocos días, casi me arrepentí. Yo quería escribir algo que los inspirara, que los animara, pero francamente, estos son tiempos sombríos, y todo lo que se me ocurría para escribir era igualmente sombrío.
En esas estaba cuando me llegó la invitación formal. Al leerla, sentí que me animaba un poco. Tal vez fueron las fotos. Las caras. El optimismo implícito. La acción. Pero yo creo que fue, especialmente, lo que dice. Me invita a una actividad de “Compromiso Pro-Bono”, y me dice que “La Escuela de Derecho y ProBono UPR se insertan… en la agenda de acceso a la justicia en Puerto Rico, a la vez que le ofrecen a sus estudiantes una educación jurídica formativa… ”.
Educación formativa. Acceso a la justicia.
Esas frases me gustaron mucho. Mi grupo de trabajo en la UPR en Mayagüez tiene un proyecto que también trabaja con acceso. En nuestro caso estudiamos el acceso a ciertos niveles o experiencias educativas. Lo estudiamos a través de la investigación académica pero lo entendemos y atendemos en realidad a través de una serie de actividades de alcance con jovencitos de escuela intermedia y superior que viven en los residenciales públicos de Mayagüez. ¿Por qué alcance educativo en residenciales públicos? Bueno, porque por algún lado había que empezar; porque estamos convencidos de que para aprender hay que hacer; y porque nuestros estudios preliminares indicaban que los llamados “caseríos” estaban tremendamente sub-representados en la educación superior y especialmente en la educación superior pública-en la UPR.
Quiero hacerles un cuento. La primera actividad de alcance fue un campamento, diseñado por nuestros estudiantes universitarios y dirigido a estudiantes de escuela intermedia de varios residenciales mayagüezanos. Empezamos a buscar fondos. Una colega mía, entusiasmada, nos habló de una asociación de damas cívicas que estaba buscando precisamente algo en el ámbito de educación pre-universitaria para auspiciar. Nuestro proyecto era perfecto para las cívicas, nos dijo. No esperábamos mayores problemas.
Algunos días más tarde, abochornada, mi colega me dijo que las cívicas no compartían nuestro entusiasmo. Habían dicho que no. Que no nos darían chavos, porque “esos nenes no tienen interés”. Con la escuela pública como tal, aclararon, no tenían problema alguno, y estaban receptivas a propuestas con esa población. El problema era con el residencial, con los residenciales, con esos espacios que en nuestro imaginario colectivo se han convertido, parece, en una metáfora de todo lo que el país no quiere ser.
Este cuento, y especialmente esa expresión, la de que “esos nenes no tienen interés”, se me han quedado grabados., se han convertido en una suerte de “mito de origen”. No fue, aclaro, un episodio particularmente importante, en términos tangibles, materiales; después de todo, las actividades para las cuales les estábamos solicitando fondos se llevaron a cabo igual, se llevaron a cabo con esos nenes, e incluso extendimos la cosa y conseguimos el generoso auspicio de la Fundación Carvajal, por cinco años. Pero el cuento es importante,porque no se trata de un incidente aislado, o de un prejuicio particular a este grupo de cívicas: lo hemos visto repetirse y manifestarse de otros modos. Por ejemplo, un año más tarde, estábamos realizando observaciones en una de las tantas escuelas puertorriqueñas que han caído en eso que llaman, eufemísticamente, “plan de mejoramiento”. La población que la escuelita atiende es toda de residencial o de los espacios que llamamos “barrios”, en Mayagüez. Con esa palabra, “barrio” nos ahorramos la más larga y compleja alusión a “vecindarios urbanos que no son residenciales públicos ni están designados como parcelas pero que son muy, muy pobres.” El caso es que estábamos en la escuela, y una maestra, una mujer joven, a todas luces trabajadora, de buen corazón, nos contaba de las muchas dificultades académicas que tenían sus alumnos, y le preguntamos cuál era, a su juicio, el problema principal, la raíz del asunto. La maestra suspiró, señaló un conglomerado de edificios, visible desde la escuela, edificios con esa arquitectura inconfundible de tres pisos en cemento, con una cancha en el medio y una caseta de guardia, vacía, en la entrada…
Y dijo: “Esa gente.” [PAUSA] “Esa gente no…no quiere progresar.”
En Puerto Rico, y en otras partes del mundo, los espacios que la gente ocupa sirven, y han servido históricamente, para marcar, estereotipar, definir a las personas como más o menos virtuosas, más o menos merecedoras, más o menos vagas…Piense en los arrabales, las parcelas, los residenciales. En el imaginario puertorriqueño colectivo, los residenciales, el residencial, el caserío, tal vez por lo visible de su arquitectura, está particularmente sujeto a esa otredad impuesta y, a veces desafiantemente, también asumida. Se trata de una otredad que nos obliga a encontrar la desigualdad, la marginalidad, día a día. Pero no son estos los únicos espacios donde ese encuentro ocurre. Hay otros espacios, más móviles, más dinámicos, como por ejemplo las luces donde piden monedas los deambulantes, que también representan la posibilidad de ese encuentro cotidiano con la pobreza, con la marginalidad. Y esos encuentros tienen mucho que decirnos acerca del modo en que conceptualizamos al otro…y a nosotros mismos.
Imaginemos por ejemplo el encuentro clásico: Usted va por ahí guiando, se detiene en la luz roja, y ahí está: El deambulante, el tecato, “el que pide”. (Casi nunca oigo que lo llaman el pordiosero, o el mendigo. Siempre es el deambulante, el tecato, “el que pide”.) Es fácil imaginarlo porque si usted maneja un auto, esto es parte de su cotidianidad. Suele ser un personaje familiar, tiende a estar en esa luz a esa hora del día, anda con un vasito o algún otro recipiente. Lo interesante de este encuentro es que a pesar de ser tan común, y tan predecible, genera todos los días una pequeña crisis moral. Una crisis no en él, en el que está ahi, con su vasito, sistemáticamente trabajando la fila de autos, no: La mini-crisis moral se genera en el conductor. En el potencial dador. Especialmente si lleva pasajeros. Digamos que se trata de usted.
Le doy chavos. No le doy chavos. Si le doy chavos se los va a gastar en droga. Le puedo dar esta manzana, o este café, que me estaba llevando al trabajo, mejor. Darle comida. Yo le di chavos ayer…hoy puedo tal vez hacerle una mueca triste indicando, con verdad o sin ella, que no tengo chavos. O mirar obstinadamente hacia al frente, como si no lo viera, hablar mas fuerte por mi celular, conscientes de que me está mirando y haciendo gestos en mi dirección. O mover la cabeza con firmeza, en un gesto de NO…
Esa es la conversación interna. Si llevamos pasajeros, la crisis supera el ámbito de la moral privada y se convierte en un asunto de proyección social:
Le doy chavos. No le doy chavos. ¿Qué va a pensar Fulana si le doy chavos? Que soy un zángano. ¿Que va a pensar si no le doy? Que soy un maceta.
Digamos que en esta ocasión, decide darle unas monedas. El tecato sigue su camino, pero:
Fulana, con aire de superioridad: Yo nunca les doy chavos, porque eso lo usan para droga. Yo les doy comida, si estoy cerca de un servicarro. Le pudiste haber dado esa manzana.
Si piensa que le voy a dar la solución al dilema aquí, ahora, lamento decepcionarlo. Me temo que no tiene solución, al menos no en los términos en que se nos plantea. Yo, francamente, he hecho de todo: mirar para el frente, dar chavos, dar manzana, comprar en servicarro, hablar por celular intensamente mientras intento no encontrarme con los ojos tristes del que lleva el vasito…de todo. Y probablemente no hace mucha diferencia. Puede hacerla para mí, si me llevo una sonrisa agradecida, o para él, si se lleva una peseta, una diferencia en el micro, en ese día, en ese instante-pero lo que sea que usted opte por hacer, en ese encuentro, no le hace mella al macro ni a la moral, propia o ajena. Al hecho básico de que hay una gente marginal a los procesos productivos que necesita de su caridad para comerse algo. O para meterse droga. O ambas- Porque al final, en la experiencia cotidiana del adicto, la droga y la comida no son sustancias muy distintas. Ambas son percibidas, en la subjetividad, como irremediablemente necesarias para sobrevivir.
Pero el punto es que tenemos una pequeña crisis moral e identataria, cada vez. Y esa crisis está basada en el hecho de que el otro, el ser marginal que es nuestra contraparte en ese encuentro con la desigualdad profunda en que vivimos, hace algo o incluso es algo que nos parece moralmente desagradable. Usa droga, por ejemplo. Y nos preocupa auspiciar ese vicio. No por no hacerle daño-vamos, que la droga, si la usa, la va a conseguir con o sin su ayuda. No – me importa darle o no darle mas bien por lo que implica sobre mí, sobre quién soy yo. Y ese es el dilema cotidiano. Queremos hacer el bien, pero no queremos que nuestro bien se use mal. Queremos darle la peseta, pero queremos que la use para comer.
Queremos controlar la reacción del otro. Queremos que el pobre, el que recibe nuestra generosidad, sea como nosotros queremos que sea. Lo queremos, en este caso, limpio de droga.
Y agradecido. Nos pasmamos cuando el otro no reacciona como esperábamos. Permítanme compartir otra experiencia. Fue aquí, en Rio Piedras, y es un poco boba pero viene al caso. Un deambulante me pidió dinero para comprarse un sundae. Yo decidí comprarle un sundae. Compré el sundae. Se lo llevé. El hombre bufó, decepcionado, molesto. Y me dijo, bastante irritado, que no le gustaba el maní.
Yo quería que le gustara el maní. De hecho, yo hubiera preferido que no le importara la presencia del maní, o que hubiese estado tan agradecido por el sundae que no se fijara en el maní…
Nuestros encuentros se agrian cuando el otro, definido como “pobre”, “marginal” o necesitado, no responde como nos gustaría, o como esperamos. El tecato tira los chavos prietos al piso o se indigna porque no le gusta el maní. La madre de dos niños pequeños no paga la luz pero se hace las uñas. La señora de setenta años debe 15,000 de luz y pide un plan de pago, a 85 años. Y no lo paga. El nene habla en el salón y, cuando se le conmina a leer el libro y completar la tarea, dice que no quiere, que es aburrido. No muestra interés.
Estos encuentros nos incomodan no tanto porque nos confronten con la pobreza, sino porque nos obliga a cuestionar las formas en que imaginamos la pobreza, cómo se atiende, si se atiende, si merece ser atendida…Queremos que el pobre pase hambre, no que quiera droga,o un celular. Queremos que sea agradecido. Que muestre interés. Que no se haga las uñas o el pelo. Que se comporte, en fin, con una racionalidad admirable.
(Hace algunos meses, hablando de racionalidad, una muchacha pobre de Vieques cometió un acto irracional: andar con una bolsita de marihuana. La cogieron. No tenía chavos para pagar la multa, así que la metieron presa. En la cárcel se fumó un cigarrillo de marihuana. Le extendieron la condena. Murió presa, de una paliza propinada por otras presas. Se llamaba Vivian, y era jovencita, muy delgada. Las fotos del periódico la muestran sonriendo, con una sonrisa hermosa y grande. Algunos de los comentarios del periódico la acusan, póstumamente, de irracionalidad. Porque, decían, ¿a quién se le ocurre ponerse a fumar en la cárcel? Es el mismo tipo de irracionalidad de la que acusan, con frecuencia, a las mujeres asesinadas por sus parejas, cuando les preguntan, también póstumamente, ¿cómo se le ocurrió a esa muchacha juntarse con semejante individuo?)
[Pausa]
Y es que parecería que socialmente, le exigimos a las víctimas de la injusticia y la opresión unas cualidades que no le exigimos a actores más grandes. Le exigimos a las víctimas cosas como cordura, racionalidad, limpieza, gratitud, interés educativo e intelectual, un manejo razonable de sus magras finanzas, buenas decisiones nutricionales y sentimentales. Les exigimos que sean responsables de sus vidas.
Esa exigencia, esa pregunta, ese cuestionamiento, siempre están dirigidos al marginado. Hablamos críticamente de su “falta de interés”, de la importancia de que “esa gente” desarrolle responsabilidad social…Lo interesante es que rara vez le dirigimos la pregunta del interés y el reclamo de responsabilidad social a las instituciones.
¿Que cómo que a las instituciones? Tomemos por ejemplo el asunto de la falta de “interés” académico achacada a los jovencitos del residencial. En los tres años del proyecto, nos hemos encontrado con que a esta población no se le habla mucho, en la escuela, de la universidad o de carreras universitarias. Hemos visto consejeras académicas literalmente sacarle de las manos a un joven la solicitud de la Universidad, porque “no se la merece”. Hemos visto escuelas, en aprietos económicos, eliminando o bajando el cupo de las clases llamadas “avanzadas” de español, matemáticas e inglés. Hemos visto escuelas que sencillamente no tienen esas clases. De entrada, dan por hecho que su población no cualifica. Hemos sabido de escuelas que proveen muchas orientaciones sobre drogas y paternidad responsable pero muy pocas o ninguna sobre la universidad. En la escuela los niños puertorriqueños tienen que tomar, obligatoriamente, las llamadas “pruebas puertorriqueñas” en un día lectivo-pero el examen de admisión a la universidad, el college board, se ha dado así solamente una vez. Por lo general es sábado, cuesta cuarenta pesos tomarlo, y los muchachos muchas veces ni se enteran de que hace falta para solicitar a la universidad porque nadie se los dice…Los espacios de pobreza deberían recibir, no menos, sino más información sobre carreras, universidades, posibilidades. Y sin embargo, nuestros chicos muestran un desconocimiento de la oferta académica, y de su propio potencial, que da miedo…¿Puede acaso desarrollarse “interés” sin tener acceso a la información que le da contenido y forma a ese interés? ¿Era justo el reclamo de las cívicas? ¿Estaba bien dirigido? Tal vez la pregunta más importante: ¿Era útil?
Si le hacemos el reclamo a la escuela, también habría que hacérselo, francamente, a la universidad. En Mayagüez, dicen los estudiantes, los profesores, las camisetas y los bumper stickers que “sólo los duros pueden”. Dicen también cosas como “muchos entran, pocos se gradúan.” Esa aseveración es terriblemente problemática. Primero, porque en términos relativos, no es verdad – el Colegio tiene las tasas de graduación más altas de Puerto Rico. Segundo, porque no tiene sentido, que nuestra cultura institucional colegial esté orgullosa de una cosa como esa.
Queremos que el pobre, el oprimido y el marginal sean racionales. ¿Pero no es acaso profundamente irracional que un sistema de justicia encarcele una muchacha de veinte años porque andaba con un poco de marihuana, exponiéndola así a la violencia de la prisión? ¿Que un grupo de señoras acomodadas acuse a un grupo de niños pobres, que no conocen, de “desinterés”? ¿Que una escuela eduque a sus chicos para la posibilidad de la paternidad pero no para la posibilidad de la universidad? ¿Que una universidad celebre el hecho de que muchos se le den de baja, que lo asuma como evidencia de excelencia? Allí es que en todo caso habría que redirigir esa acusación de “desinterés” de las cívicas…
Pero el asunto es, justamente, que la solución no es acusar. Yo creo que parte del problema de nuestra brega cotidiana con este asunto del acceso (a la justicia, a la educación, a la paz, al alimento, a los servicios médicos) es cultural: No nos gusta que la víctima nos riposte o nos complique. Queremos, por ejemplo, una pobreza, una marginalidad, silente, agradecida, descalza. Que no conteste excepto para dar las gracias. Que pida cosas razonables. Que nos haga fácil la tarea.
Hay que reconceptualizar esa tarea. Hay que reconceptualizar el encuentro. Yo puedo, como individuo, si quiero y me hace feliz, seguir enchismándome con mi amigo el tecato si sigue chavando con el maní. Al fin y al cabo eso es cosa nuestra. Pero esa no es la tarea que ustedes celebran hoy. Hoy celebramos una tarea que requiere otro tipo de encuentro.
Hoy celebramos el compromiso Pro Bono. Y pro-bono es en realidad una abreviatura, y no quiere decir “gratis”, aunque típicamente lo sea. Quiere decir que es trabajo relativo al bien público, al bien común. Quiere decir que ustedes no se van a conformar con el dilema moral bobo del encuentro en la luz; ustedes van a “insertarse en una agenda de acceso a la justicia”. Van a hacerse un reclamo a sí mismos y a las instituciones que representan y las cuales quizás algún día nos ayuden a reformar. Abiertamente, transparentemente, se van a envolver en una relación con el otro, no desde un lugar de superioridad, de identidad, o de caridad, sino desde un lugar de aprendizaje, de comprensión, y de acción. Y en el proceso, estarán practicando otras formas de encuentro, formas que nos permitan repensar las maneras en que estructuralmente se violentan y obstaculizan hoy las posibilidades humanas, y aprender, usar y producir los conocimientos que le permitan a los humanos rescatar sus posibilidades. Eso es Pro-bono.
Yo quiero felicitarlos por asumir el compromiso. Porque sacando o guardando las dos pesetas en la luz , o criticando a los nenes que no aprenden, no vamos a cambiar el mundo: pero trabajando para el bien común y en la reconceptualización de un encuentro cotidiano que reconoce al otro como parte del destino de uno mismo, del país, y de la especie, ahí sí que podemos cambiar algo. Muchas gracias.