No cabe hablar de libertad para o libertad de
sino en el contexto de la pertenencia a una comunidad; plural, sí, pero una comunidad
en la que puedo ser con los otros. No
hay ejercicio del ser en completo
aislamiento. Es esa comunidad, llámese política o de convivencia -como algunos
prefieran-, diversa y en constante vida, la que acoge como principio y valor la
libertad de culto, entre otras
libertades. En mi encierro no puedo ser expresión y no es sino en mi aparición
en el mundo, en el contexto de mi relación con los otros, en que puedo hablar,
expresarme y ejercer libertades frente a los demás. Es más, solo me retiro de
ella a mi intimidad frente a esa
comunidad.
Es decir, esa libertad de ejercer cierto
culto o no ejercerlo y el que el resto de los ciudadanos o el Estado no te obliguen o te impidan ejercerlo,
es un derecho pero parte de un supuesto político obligacional: el
reconocimiento de los otros que forman parte de esa comunidad como de igual valía, como iguales. Si no se garantiza este
supuesto, la comunidad frente a la cual y en la que se ejercen libertades está y estará
siempre en riesgo.
En otras palabras, la libertad de, no se ejerce en el vacío, se ejerce todo el tiempo con
los otros y otras y depende en principio del reconocimiento de esos otros y
otras como mis pares, en comunidad.
Solo así soy diferente y solo así ejerzo
diferencias y libertades distintas en esa comunidad. Se trata de un supuesto
fundacional.
Por eso, antes de aceptar como valor el que
cada sujeto perteneciente a esa comunidad pueda libremente ejercer su culto o su
religiosidad, habría que reconocer que la sobrevivencia y pertenencia misma de
esa comunidad parte de un supuesto en que el todos y cada uno de las y los que
la componen tienen igual valía. De ahí el principio constitutivo de la
igualdad. Puedo ser libre en la medida en que otros son iguales de libres y en
la medida en que cada una puede vivir en esa pluralidad. Y es que no ejercemos
libertades sino con los otros y mediante el reconocimiento que esos otros nos
dan y que a su vez le damos. Lo otro no tiene sentido. Sería abandonar el mundo
para “ser libres”, en cuyo caso no hay quien pueda reconocerme ni reconocer mi libertad de.
Si es principio fundacional que todos y todas
tenemos la misma valía en esa comunidad a la que pertenecemos –comunidad que nos reconoce y en la que reconocemos a los demás- para una
convivencia y respeto de nuestras diferentes formas de ser, es obvio que es preciso que tengamos ciertas pautas de convivencia. Una de ellas es respetar lo
que otros y otras quieran expresar y pensar, sus asociaciones y, por supuesto, respetar
ciertas conductas de convivencia para no hacer daño al otro u otra.
Respetar la libertad de ejercer un culto o no
ejercerlo, es una de esas normas de convivencia. Cada individuo de esta
comunidad puede ejercer la religiosidad o el culto que quiera, o no ejercer
ninguno. Pero la prerrogativa de descartar al otro y desvanecerlo de la comunidad plural
no es ni puede ser parte de esa libertad. El sujeto que cuenta con libertad de culto, puede no querer vivir en su intimidad
con otro que ejerza otro culto, que tenga diferentes principios o que no ejerza culto o religiosidad alguna, está en la libertad de no ser como él o ella, pero no puede incluir como parte de su
libertad cancelarlo de la comunidad de la cual ambos forman parte. No hay absolutamente
nada que pueda fundamentarse en la orientación sexual de un individuo por sí misma, que atente contra esa
libertad o convivencia, todo lo contrario, el ejercicio de la libertad
presupone a la comunidad plural y es en la pluralidad que la comunidad se fortalece. Por lo que no hay nada que justifique
excluirlo(a), por ese mero hecho, en el reconocimiento de derechos y
prerrogativas de esa comunidad.
Para decir lo contrario habría que justificar
que cierta orientación sexual necesariamente acarrea cierta conducta prohibida
X, conducta que en su estar con los demás justifica un trato diferente. Sería
decir que la orientación sexual es un condicionante de una conducta reprochable
en esa comunidad política. Sería tratarlo como inferior y como sujeto
reprochable por razón de su preferencia sexual y en tanto eso, no
reconocerlo(a) y tacharlo(a) como parte de esa pluralidad constitutiva de la
comunidad con la que somos y en la
que ejercemos nuestras libertades. Sería inaceptable.
Las y los que hoy levantan la bandera de la
libertad de culto para excluir de la protección ante la ley a parte de nuestra
comunidad política, dicen cosas como: “Pero
es que no queremos en nuestro centro de trabajo a alguien que no esté
capacitado para hacer su trabajo”, o “no queremos convivir con alguien que
implica un daño a los demás”, o “no queremos que se le reconozca la plenitud de
derechos a quienes representan un peligro para nuestra convivencia”. Estar
capacitado o capacitada para cierto empleo, no ser un peligro para la vida de
los demás y no ocasionar un daño a los otros y otras, son pautas y normas
generales que nos aplican a todos y
todas y nada tiene eso que ver con la orientación sexual de un individuo (ni el género). Independientemente
de éstas, todos y todas podríamos ser capaces de una conducta que afecte
perniciosamente a los demás y todos y todas podríamos o no estar preparados para
ejercer bien un empleo. La orientación sexual nada nos dice sobre eso. No hay
razones para traerla a la mesa de la comunidad política como criterio para
excluir a individuos de sus derechos o prerrogativas.
Claro está, siempre habría alguien en esa comunidad que diría: “es que su mero ser me repugna”
o “la considero inferior” o “es que su mera presencia me incomoda, me
trastoca, es decir, no me gusta como es”, o finalmente, “su
orientación sexual le resta a mi capacidad de ser, va contra mis principios personales”. Ni la repugnancia
personal, ni la premisa o prejuicio de inferioridad, ni los principios personales, ni la falacia de que la
diferencia del otro le resta a mi ser, son razones permisibles bajo las
premisas en que nuestra comunidad política está organizada. No parecería que
habría que explicitar por qué ninguna de estas razones serían justificables en
un estado democrático de derecho. Más bien serían impermisibles como
justificación para excluir a ese o esa de los derechos, protecciones y
libertades con las que cuentan los demás. ¿Entonces?
Huelga a esta altura tener que ubicarse en la
defensa del argumento de que la orientación sexual de las personas no puede ser
razón para que cierto grupo de individuos sea estigmatizados(as) en esa
comunidad. Mucho menos para que el Estado avale esa estigmatización mediante un
trato diferente y detrimental para éste o ésta. No se colige que la orientación
sexual de X individuo en la comunidad política a la que pertenece, sea
relevante a la hora de determinar la limitación de conductas o la privación de
derechos de los individuos. Tampoco se colige que sea relevante para que sus
pares -los otros y otras en esa comunidad- puedan ejercer libertad, en este caso, su libertad de culto. Se trataría de una
concepción atrofiada y tergiversada de libertad. En su fuero interno, puede que
X persona no le caiga bien, puede saberse diferente, proponerse actuar
diferente a éste de acuerdo con sus principios - religiosos o no- pero lo que no
puede es pretender que el Estado y la comunidad política a la que pertenece, ubique
como inferior a esa persona y la mantenga en el ostracismo jurídico. El individuo o grupo que eso pretenda será precisamente quien no sabe ni permite vivir
en comunidad, quien no entiende lo que es la libertad.
Lo otro es una atrofia violenta que hace
tiempo debimos eliminar de nuestra normalidad como comunidad; lejos de
permitirnos ser más libres, esa
violencia hacia ciertos otros coarta nuestra capacidad de serlo.