Escarabajos
Mari Mari Narváez
Hay ausencias que matan. La pared gigante que ha quedado vacía en la entrada de la biblioteca del Tribunal Supremo, es ahora locuaz testimonio de la infamia.
Si una se preguntaba cómo exactamente era que ocurría esa especie de milagro de que la opinión de un juez llegue a convertirse en la palabra que se respeta y se acata casi sin cuestionamientos, ahora nos tocará saber cuánto valor -si alguno- pierde esa palabra cuando su autor ha perdido legitimidad.
Ante la glotonería de dominio de unos gobernantes, terroríficamente respaldada por cuatro jueces supremos; incluso ante la pesarosa languidez del Juez Presidente que, contemplándose maniatado, se resigna y “pasa la página”, no puedo pensar en un acto simbólico más redentor que “el descuelgue de Martorell”.
Por esas justicias poéticas de las que sólo dispone el destino, la obra inmensa que descolgó el Maestro se titula ‘Escarabajo’. Me fue inevitable pensar en el enorme escarabajo en que se convierte el vendedor Gregorio Samsa, protagonista de La metamorfosis de Kafka. Lo más atroz de esa historia es la manera como el propio Gregorio y su familia se van habituando a su nueva condición, cómo se resignan a normalizar el movimiento repulsivo de sus decenas de patitas peludas, el manejo torpísimo de su nuevo caparazón.
Ese, me temo, es el gran peligro que tenemos ante nos con el Tribunal Supremo: hoy estamos espantados de ver cómo los apoderados de la justicia se han transformado en escarabajos enormes. Hoy somos reivindicados por Martorell, por su bello acto de descuelgue en el escenario de la infamia. Hoy damos sentido al mensaje tan perturbador que es el desierto de una pared.
No sé cuánto dure el vacío. Incomodará a los jueces el estruendoso silencio de ese testimonio. Ya pensarán en alguna otra obra que decore el escenario de la atrocidad.
Pero si mañana comenzamos a normalizar esta nueva condición de los apoderados: si empezamos a adjudicarle una absurda naturalidad a sus caparazones, a esa manera de moverse con decenas de patitas peludas, pegajosas, entonces corremos un gran riesgo: el de convertirnos también en horribles escarabajos y ni siquiera sorprendernos.