Foto: Chloé Georas, "In search of the original whatever" |
Comienza un nuevo semestre. Promete buenos ratos de tertulia, reflexión y discusión, al menos dos veces por semana en cada clase, con un grupo excelente de estudiantes, debo decir. Los cursos pautados son Derechos Reales y Teorías de la Justicia (ya están ambos disponibles en TWEN). El primero será propicio para una discusión profunda y relevante sobre temas muy pertinentes a la política jurídica propietaria y al derecho sobre lo tangible. Ejemplos cercanos (y no tan cercanos) no faltaran para una buena discusión e ilustración de la operación de los entendidos del derecho de propiedad.
El segundo curso, aún más propicio para estos tiempos. Hablaremos del concepto justicia y de las teorías contemporáneas que abordan dicho concepto. Este seminario, que tendrá estudiantes de las Facultades de Derecho y de Filosofía, nos augura un semestre muy innovador, de grandes experiencias y conversación de primer orden. Comenzaremos precisamente con una reflexión entre los conceptos ‘derecho’ y ‘justicia’ y tomaremos como punta de lanza el ya clásico ensayo (conferencia) de Jacques Derrida, “La Fuerza de Ley: el fundamento místico de la Autoridad” (Force of Law: The Mystical Foundation of Authority”, 11 Cardozo Law Review 919-1046, (1990)), en el que aborda el tema de la autoridad del derecho, su violencia constitutiva y las distinciones entre justicia y derecho.
A propósito, comparto aquí algunos fragmentos de la primera parte de la conferencia dedicada a exponer tres aporías sobre la relación derecho-justicia. Como señala Derrida: “algunos ejemplos… explicitarán o producirán…una distinción entre la justicia y el derecho, una distinción difícil e inestable entre de un lado la justicia (infinita, incalculable, rebelde a la regla, extraña a la simetría, heterogénea y heterótropa), y de otro, el ejercicio de la justicia como derecho, legitimidad o legalidad, dispositivo estabilizante, estatutorio y calculable, sistema de prescripciones reguladas y codificadas.”
Con suerte nutriremos este blog con algunos de los textos, abordajes, preguntas, reflexiones y discusiones conforme vaya el semestre. Salud!.
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“Todo sería todavía simple si esta distinción entre justicia y derecho fuera una verdadera distinción, una oposición cuyo funcionamiento esté lógicamente regulado y sea dominable. Pero sucede que el derecho pretende ejercerse en nombre de la justicia y que la justicia exige instalarse en un derecho que exige ser puesto en práctica[xlii] (constituido y aplicado) por la fuerza («enforced»). La deconstrucción se encuentra y se desplaza siempre entre el uno y la otra.
He aquí algunos ejemplos de aporías.
Primera aporía: la epokhé de la regla
Nuestro axioma más común es que para ser justo -o injusto, para ejercer la justicia, o para violarla-, debo ser libre y responsable de mi acción, de mi comportamiento, de mi pensamiento, de mi decisión. De un ser que carece de libertad, o al menos que no es libre en uno u otro acto, no puede decirse que su decisión sea justa o injusta. Pero esta libertad o esta decisión del justo debe, para ser tal, para ser reconocida como tal, seguir una ley, una prescripción o una regla. En este sentido, en su autonomía misma, en su libertad de seguir o de darse una ley, dicha decisión o dicha libertad debe poder ser del orden de lo calculable o de lo programable, por ejemplo como acto de equidad. Pero si el acto consiste simplemente en aplicar una regla, en desarrollar un programa o en efectuar un cálculo, se dirá quizás que la decisión es legal, conforme al derecho, y tal vez, empleando una metáfora, justa, pero nos equivocaremos al decir que la decisión ha sido justa.
Para ser justa, la decisión de un juez por ejemplo, no debe sólo seguir una regla de derecho o una ley general, sino que debe asumirla, aprobarla, confirmar su valor, por un acto de interpretación reinstaurador, como si la ley no existiera con anterioridad, como si el juez la inventara él mismo en cada caso. Cada ejercicio de la justicia como derecho sólo puede ser justo si se trata -si se me permite traducir así la expresión inglesa «fresh judgement» que tomo prestada del artículo de Stanley Fish, «Force» en Doing What Comes Naturally- de una «sentencia de nuevo fresca»[xliii]. El nuevo frescor, la inicialidad de esta sentencia inaugural puede perfectamente repetir alguna cosa, mejor dicho, debe conformarse a una ley preexistente, pero la interpretación reinstauradora, re-inventiva y libremente decisoria del juez responsable requiere que su «justicia» no consista solamente en la conformidad, en la actividad conservadora y reproductora de la sentencia.
Dicho brevemente: para que una decisión sea justa y responsable es necesario que en su momento propio, si es que existe, sea a la vez regulada y sin regla, conservadora de la ley y lo suficientemente destructiva o suspensiva de la ley como para deber reinventarla, re-justificarla en cada caso, al menos en la reafirmación y en la confirmación nueva y libre de su principio. Cada caso es otro, cada decisión es diferente y requiere una interpretación absolutamente única que ninguna regla existente y codificada podría ni debería garantizar absolutamente. Si hubiera una regla que la garantizase de una manera segura, entonces el juez sería una máquina de calcular, lo que a veces sucede, lo que sucede siempre en parte y según un parasitaje irreductible debido a la mecánica o a la técnica que introduce la iterabilidad necesaria de las sentencias; pero en esta medida, no se dirá de un juez que es puramente justo, libre y responsable. Aunque tampoco se dirá de él que es justo, libre y responsable, si el juez no se refiere a ningún derecho, a ninguna regla o si debido a que no considera ninguna regla como una regla dada más allá de su interpretación- el juez suspende su decisión, se detiene en lo indecidible o incluso improvisa fuera de toda regla y de todo principio. De esta paradoja se sigue que en ningún momento se puede decir presentemente que una decisión es justa, puramente justa (es decir, libre y responsable), ni de alguien que es justo ni menos aún que «yo soy justo». En lugar de «justo», se puede decir legal o legítimo, en conformidad con un derecho, con reglas y convenciones que autorizan un cálculo pero cuyo origen fundante no hace más que alejar el problema de la justicia; porque en el fundamento o en la institución de este derecho se habrá planteado el problema mismo de la justicia, y habrá sido puesto, violentamente resuelto, es decir, enterrado, disimulado, rechazado. El mejor paradigma lo constituye la fundación de los Estados Nación o el acto instituyente de una constitución que instaura lo que se llama Estado de derecho[xliv].
Segunda aporía: la obsesión de lo indecidible
Ninguna justicia se ejerce, ninguna justicia se hace, ninguna justicia es efectiva ni se determina en la forma del derecho, sin una decisión que dirima. Esta decisión no consiste solamente en su forma final -por ejemplo, una sanción penal, equitativa o no- en el orden de la justicia proporcional o distributiva. La decisión comienza -debería comenzar, en principio y en derecho- con la iniciativa de entrar en conocimiento, leer, comprender, interpretar la regla, e incluso calcular. Puesto que si el cálculo es cálculo, la decisión de calcular no es del orden de lo calculable y no debe serlo.
Se asocia frecuentemente lo indecidible a la desconstrucción. Pero lo indecidible no es sólo la oscilación entre dos significaciones o reglas contradictorias y muy determinadas aunque igualmente imperativas (por ejemplo, aquí, el respeto del derecho universal y de la equidad y al mismo tiempo el respeto de la singularidad siempre heterogénea y única del ejemplo no subsumible). Lo indecidible no es sólo la oscilación o la tensión entre dos decisiones. Indecidible es la experiencia de lo que siendo extranjero, heterogéneo con respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo -es de un deber de lo que hay que hablar- entregarse a la decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla. Una decisión que no pasara la prueba de lo indecidible no sería una decisión libre; sólo sería la aplicación programable o el desarrollo continuo de un proceso calculable. Sería quizás legal, no justa. Pero en el momento de suspensión de lo indecidible, tampoco es justa, puesto que sólo una decisión es justa. Para sostener este enunciado, «sólo una decisión es justa», no es necesario referir la decisión a la estructura de un sujeto o a la forma proposicional de un juicio. En cierto modo, se podría incluso decir, con riesgo de escándalo, que un sujeto no puede nunca decidir nada: un sujeto es precisamente aquello a lo que[xlvi] una decisión sólo puede llegar como accidente periférico que no afecta ni a la identidad esencial ni a la presencia a sí sustancial que hacen del sujeto un sujeto; todo esto asumiendo que la elección de la palabra «sujeto» no sea arbitraria, al menos, y se confíe en lo que en efecto siempre se exige, en nuestra cultura, de un «sujeto».
Una vez pasada la prueba de lo indecidible (si esto es posible, pero esta posibilidad no es pura, no es nunca una posibilidad como cualquier otra: la memoria de la indecidibilidad debe guardar una huella viviente que marque para siempre una decisión como tal), la decisión ha seguido de nuevo una regla, una regla dada, inventada o reinventada, reafirmada: ya no es presentemente justa, plenamente justa. En ningún momento parece que una decisión pueda decirse presente y plenamente justa: o bien no ha sido todavía adoptada según una regla, y entonces nada permite decir que es justa; o bien ha seguido una regla -dada, recibida, confirmada, conservada o re-inventada- que a su vez nada garantiza; y por otra parte, si estuviera garantizada, la decisión se habría convertido en cálculo y no podría decirse que es justa. Por ello, la prueba de lo indecidible, que acabo de decir que debe ser atravesada por toda decisión digna de ese nombre, no se pasa o se deja atrás nunca, no es un momento sobrepasado o superado (aufgehoben) en la decisión. En toda decisión, en todo acontecimiento de decisión[xlvii], lo indecidible queda prendido, alojado, al menos como un fantasma, aunque se trate de un fantasma esencial. Su fantasmaticidad desconstruye desde el interior toda seguridad de presencia, toda certeza o toda pretendida criteriología que nos asegure la justicia de una decisión, el acontecimiento mismo de una decisión. ¿Quién podrá jamás asegurar que una decisión como tal ha tenido lugar?, ¿que una decisión no ha seguido -según este u otro rodeo- una causa, un cálculo, una regla sin que se haya producido ese suspense imperceptible que decide libremente sobre la aplicación o no una regla?
Una axiomática subjetal de la responsabilidad, de la conciencia, de la intencionalidad, de la propiedad ordena el discurso jurídico actual y dominante; ordena asimismo la categoría de decisión hasta cuando recurre a los peritajes médicos; ahora bien, esta axiomática es de una fragilidad y de una grosería teórica sobre las que no necesito insistir. Los efectos de esta limitación no afectan sólo a todo decisionismo (ingenuo o elaborado), sino que son lo suficientemente concretos y generalizados como para que tenga que dar ejemplos. El dogmatismo oscuro que marca los discursos sobre la responsabilidad de un detenido, su estado mental, el carácter pasional, premeditado o no, de un crimen, las declaraciones increíbles de los testigos o de los «expertos» serían suficientes para atestar, en verdad para probar, que ningún rigor crítico o criteriológico, ningún saber es accesible en relación con este tema.
Esta segunda aporía -esta segunda forma de la misma aporía- lo confirma: si hay desconstrucción de toda presunción -con una certeza determinante- de una justicia presente, la misma desconstrucción opera desde una «idea de la justicia» infinita, infinita porque irreductible, irreductible porque debida al otro; debida al otro, antes de todo contrato, porque ha venido, es la llegada del otro como singularidad siempre otra. Invencible a todo escepticismo, como se podría decir con Pascal, esta «idea de la justicia» me parece irreductible en su carácter afirmativo, en su exigencia de donación sin intercambio, sin circulación, sin reconocimiento, sin círculo económico, sin cálculo y sin regla, sin razón o sin racionalidad teórica en el sentido de dominación reguladora. Se puede reconocer y apreciar aquí una locura. Y quizás una especie de mística. Y la desconstrucción está loca por esa justicia. Loca por ese deseo de justicia. Esa justicia, que no es el derecho, es el movimiento mismo de la desconstrucción presente en el derecho y en la historia del derecho, en la historia política y en la historia misma, incluso antes de presentarse como el discurso titulado -en la academia o en la cultura de nuestro tiempo- el «desconstruccionismo».
Dudaría en asimilar demasiado rápidamente esta «idea de la justicia» a una idea reguladora en sentido kantiano, a un contenido cualquiera de una promesa mesiánica (digo contenido y no forma, ya que la forma mesiánica, la mesianicidad nunca está ausente de una promesa, cualquiera que sea ésta) o a otros horizontes del mismo tipo. Hablo solamente de un tipo, de ese tipo de horizonte cuyas especies serían numerosas y concurrentes. Concurrentes, es decir, bastante parecidas y pretendiendo tener siempre el privilegio absoluto y la singularidad irreductible. La singularidad del lugar histórico -que es quizás el nuestro, y que es en todo caso el lugar al que me refiero oscuramente aquí- nos permite entrever el tipo mismo como origen, condición, posibilidad o promesa de todas sus ejemplificaciones (mesianismo o figuras mesiánicas determinadas de tipo judío, cristiano o islámico, idea en sentido kantiano, escato-teleología de tipo neohegeliano, marxista o postmarxista, etc.). También nos permite percibir y concebir una ley de la concurrencia irreductible, pero desde un borde desde el que nos amenaza el vértigo cuando sólo vemos ejemplos y cuando algunos de entre nosotros ya no se sienten comprometidos en la concurrencia: otra manera de decir que a partir de ese momento siempre corremos el riesgo de «quedarse al margen»[xlviii]. Pero «quedarse al margen» en el interior de la pista de carreras no permite quedarse en la salida o ser simplemente espectador, antes bien al contrario. Es esto quizás lo que nos mantiene en movimiento[xlix], con más fuerza, más rápido: la desconstrucción por ejemplo.
Tercera aporía: la urgencia que obstruye el horizonte del saber
Una de las razones por las que guardo aquí una reserva con respecto a todos los horizontes, por ejemplo con respecto a la idea reguladora kantiana o a la venida mesiánica, al menos en su interpretación convencional, es el hecho de que son precisamente horizontes. Como indica su nombre en griego, un horizonte es a la vez la apertura y el límite de la apertura que define un progreso infinito o una espera.
Ahora bien, la justicia, por muy no-presentable[l] que sea, no espera. Para ser directo, simple y breve, diré lo siguiente: una decisión justa es necesaria siempre inmediatamente, enseguida, lo más rápido posible. La decisión no puede procurarse una información infinita y un saber sin límite acerca de las condiciones, las reglas o los imperativos hipotéticos que podrían justificarla. E incluso si se dispusiera de todo esto, incluso de todo el tiempo y los saberes necesarios al respecto, el momento de la decisión, en cuanto tal, lo que debe ser justo, debe ser siempre un momento finito, de urgencia y precipitación; no debe ser la consecuencia o el efecto de ese saber teórico o histórico, de esa reflexión o deliberación, dado que la decisión marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico-, ético- o político-cognitiva que la precede y que debe precederla. El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard. Es cierto, en particular con respecto al momento de la decisión justa que debe desgarrar el tiempo y desafiar las dialécticas. Es una locura. Una locura, ya que tal decisión es a la vez sobreactiva y padecida, encierra algo de pasivo, por no decir de inconsciente, como si el que decide fuera libre sólo si se dejara afectar por su propia decisión y como si ésta le viniera de otro.
Las consecuencias de una heteronomía como ésta parecen tremendas pero sería injusto eludir su necesidad. Incluso si el tiempo y la prudencia, la paciencia del saber y el dominio de las condiciones fueran hipotéticamente ilimitados, la decisión sería estructuralmente finita, por muy tarde que llegara, decisión de urgencia y precipitación que actúa en la noche de un no-saber y de una no-regla. No en la ausencia de regla y de saber sino en una restitución de la regla que, por definición, no viene precedida de ningún saber y de ninguna garantía en cuanto tal. Si aceptásemos una distinción general y definitiva entre el realizativo y el constatativo -problema que no puedo tratar aquí-, la irreductibilidad de la urgencia precipitativa (la irreductibilidad esencial de la irreflexión y de la inconsciencia), por muy inteligente que fuera, debería ser puesta del lado de la estructura realizativa de los «actos de habla» y en general de los actos en tanto que actos de justicia o de derecho, ya sean realizativos instituyentes o realizativos derivados que implican convenciones anteriores. Un constatativo puede ser justo en el sentido de lo ajustado, pero nunca en el sentido de la justicia. Pero como un realizativo sólo puede ser justo -en el sentido de la justicia- cuando está fundado en convenciones, es decir, fundado en otros realizativos anteriores, enterrados o no, dicho realizativo conserva siempre en él cierta violencia irruptiva. No responde ya a las exigencias de la racionalidad teórica. Y nunca lo ha hecho, no ha podido hacerlo nunca, y de ello tenemos una certeza a priori y estructural. Al reposar todo enunciado constatativo sobre una estructura realizativa al menos implícita («te digo que yo te hablo, me dirijo a ti para decirte que esto es verdad, que es así, te prometo y te renuevo mi promesa de hacer una frase y de firmar lo que digo cuando yo digo que te digo o que intento decirte la verdad», etc.), la dimensión de lo ajustado o de verdad de los enunciados teórico-constatativos (en todos los dominios, en particular en el dominio de la teoría del derecho) presupone siempre, por tanto, la dimensión de justicia de los enunciados realizativos, es decir, su precipitación esencial. Dicha precipitación nunca tiene lugar sin una cierta disimetría y una cierta forma de violencia. Es así como me atrevería a entender la proposición de Levinas que -utilizando otro lenguaje, y según procedimientos discursivos diferentes- declara que «la verdad supone la justicia»[li]. Parodiando peligrosamente la lengua francesa, concluiría diciendo: «La Justice, il n’y a que ça de vrai»[lii]. Es inútil subrayar que esto no deja de tener consecuencias para el estatuto -si todavía podemos hablar de estatuto- de la verdad, de esta verdad de la que San Agustín dice que hay que «hacerla».
Paradójicamente, y a causa de este desbordamiento del realizativo, a causa de este avance siempre excesivo de la interpretación, a causa de esta urgencia y de esta precipitación estructurales de la justicia, ésta no tiene horizonte de espera (regulador o mesiánico). Pero, precisamente por eso, quizás[liii] tiene justamente un porvenir, un por-venir que habrá que distinguir rigurosamente del futuro. Este último pierde la apertura, la venida del otro (que viene) sin la cual no hay justicia; y el futuro puede siempre reproducir el presente, anunciarse o presentarse como un presente futuro en la forma modificada del presente. La justicia está por venir, tiene que venir, es por-venir, despliega la dimensión misma de acontecimientos[liv] que están irreductiblemente por venir. Lo tendrá siempre -este por-venir- y lo habrá tenido siempre. Quizás es por eso por lo que la justicia, en tanto que no es sólo un concepto jurídico o político, abre al porvenir la transformación, el cambio o la refundación del derecho y de la política. «Quizás», hay que decir siempre quizás para la justicia. Hay un porvenir para la justicia, y sólo hay justicia en la medida en que un acontecimiento (que como tal excede el cálculo, las reglas, los programas, las anticipaciones, etc.) es posible. La justicia, en tanto que experiencia de la alteridad absoluta, es no-presentable[lv], pero es la ocasión del acontecimiento y la condición de la historia. Una historia sin duda ignorable para aquellos que creen saber de lo que hablan cuando emplean esta palabra, ya se trate de historia social, ideológica, política, jurídica, etc.
Este exceso de la justicia sobre el derecho y sobre el cálculo, este desbordamiento de lo no-presentable sobre lo determinable, no puede y no debe servir de coartada para no participar en las luchas jurídico-políticas que tienen lugar en una institución o en un Estado, entre instituciones o entre Estados. Abandonada a ella misma, la idea incalculable y donadora de justicia está siempre lo más cerca del mal, por no decir de lo peor puesto que siempre puede ser reapropiada por el cálculo más perverso. Siempre es posible y esto forma parte de la locura de la que hablábamos. Una garantía absoluta contra este riesgo sólo puede saturar o suturar la apertura de la apelación a la justicia, una apelación siempre herida. Pero la justicia incalculable ordena calcular. Y, en primer lugar, calcular en lo más cercano de lo que se asocia a la justicia, a saber, el derecho, el campo jurídico que no puede ser aislado dentro de fronteras seguras, pero también en todos aquellos campos de los que no podemos separar al derecho, que intervienen en él y que no son sólo campos: lo ético, lo político, lo económico, lo psicosociológico, lo filosófico, lo literario, etc. No sólo hay que calcular, negociar la relación entre lo calculable y lo incalculable, negociar sin reglas que no haya que reinventar precisamente ahí donde estamos «arrojados», ahí donde nos encontramos; sino que también hay que ir tan lejos como sea posible, más allá del lugar donde nos encontramos y más allá de las zonas identificables de la moral, de la política o del derecho, más allá de la distinción entre lo nacional y lo internacional, lo público y lo privado, etc. El orden de ese hay que no pertenece propiamente ni a la justicia ni al derecho. No pertenece a uno de los dos espacios más que desbordándolo hacia el otro. Lo que significa que estos dos órdenes son indisociables en su heterogeneidad misma: de hecho y de derecho.
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(citas omitidas).