HIRAM MELÉNDEZ JUARBE
No hablo exclusivamente del aumento en composición de 7 a 9 jueces, aunque lo incluye. La transformación constitucional que indico no tiene nada que ver con que el partido azul logró nombrar la mayoría de jueces (ello puede ser bueno si son competentes). Me refiero a la transformación radical en torno al lugar del Tribunal Supremo en el imaginario social puertorriqueño.
En sólo un par de años, se ha desmoronado lo que tomó generaciones construir: la confianza pública en que las controversias del País serán dirimidas por personas que, como mínimo, harán un esfuerzo por resolverlas conforme al derecho. Digan lo que digan del Tribunal antes del 2008, de sus jueces o de su afiliación política, esta percepción existía. Pero ya no. La percepción es decididamente otra y es producto de procesos atropellados de confirmación, del agrandamiento goloso de la institución sin justificación, de reconocerle un “derecho adquirido” a exgobernadores pero negándoselo a empleados públicos sin explicar, y de la complacencia interna en una marea política, entre otras cosas.
Entonces, la pregunta huelga: ¿qué discusión hemos tenido sobre este cambio? Las esferas institucionales que encausan esta transformación tienen la responsabilidad de plantearse las consecuencias de sus actos explícitamente; ¿qué significa esta revolución en el Tribunal, ahora, y para su estabilidad futura? ¿Qué respeto derivarán las opiniones del Tribunal por parte de ciudadanos, o por parte de administraciones futuras que claramente le visualicen como retrancas políticas?
La discusión no existe pues el espacio discursivo institucional está restringido; es decir, el contexto material y temporal donde la reflexión ha de ocurrir, está clausurado. Los eventos recientes son elocuentes.
El 5 de noviembre de 2010 la mayoría del Tribunal solicitó un aumento de dos jueces. Cinco meses después, el lunes 9 de mayo de 2011, el gobernador anunció los dos nuevos nombramientos. Dos días después, el Senado celebró una “vista pública” para “considerar” a los nominados, e inmediatamente les confirmó. 48 horas para debatir el futuro de la Rama Judicial. 48 horas para considerar y deliberar la magnitud del momento constitucional en que nos encontramos. 48 horas para discutir la idoneidad de estas personas. Y eso es en el caso de los dos más recientes; pero similar es la experiencia con los cuatro jueces anteriores nombrados.
Para tomar perspectiva, consideremos el proceso de confirmación en Estados Unidos: entre los años 1981 y 2009, la mediana del término entre el nombramiento por el presidente y la confirmación por el Senado fue de 80.5 días. En Puerto Rico sólo son necesarias 48 horas. A la vez, la mediana del término entre el momento en que el presidente conoció de la vacante en el Tribunal y el día en que presentó el nombramiento fue 18 días. En Puerto Rico, en el caso más reciente, fue de 185 días.
Nótese la relación invertida. Mientras que el proceso interno y secreto del presidente es corto, el proceso público de escrutinio severo es extenso y permite que reflexionemos sobre el rumbo de la institución. Pero en Puerto Rico es al revés: el proceso secreto e interno del Ejecutivo gozó de espacio, pero el proceso público tomó 2.7% del tiempo que tomó confirmar a Sotomayor en el Senado federal.
Ahí tenemos a la democracia boricua. No cuenta decir que porque los votos están todo vale. Los actos públicos deben estar respaldados por razones, argumentos y discusión para que los aceptemos como legítimos aunque no estemos de acuerdo. Es lo que distingue a una “decisión de la mayoría” de la “tiranía de la mayoría”.